viernes, 5 de agosto de 2022

Cuando escriba este artículo... (I): Perplejidad, botánica y una orquesta que pasaba por allí

Flota la luz en el silencio de esta mañana fresca de un verano recién iniciado, que hoy, 29 de junio, fiesta de san Pedro, me parece más burgalés que pucelano.

Todavía no sé que dentro de veintipocos días, cuando escriba este artículo, habrá llegado la segunda ola de calor, y que habrá sido mucho peor que la primera, esa que pasé encerrada en mi habitación sumando los grados de la fiebre de mi COVID a los del calor de la casa recalentada por un sol africano adueñado del valle de Olid. Así que hoy me sumerjo en la libertad de este aire fresco, ignorando todo lo que me rodea, y también mi pedaleo flota en este silencio incoloro que casi ni quebrantan los coches, avenida de Salamanca adelante, en dirección contraria a las aguas del Pisuerga, hasta dejar a mi derecha el Puente Colgante y adentrarme hacia el carril bici de la orilla del río.

Al pasar junto a las pistas de tenis del polideportivo Huerta del Rey, las voces y risas de los jugadores me ayudan a aterrizar en este mundo, ponen colores en el aire y me hacen darme cuenta de que el silencio en el que he venido flotando estaba hecho de la ausencia de niños en los dos colegios que me pillaban de camino, porque han empezado las vacaciones. Casi al mismo tiempo, se cruza conmigo una joven sudamericana que empuja la silla de ruedas de una anciana por el carril, y su perfume al pasar despierta en mí una euforia que parecería estúpida a cualquiera que se diera cuenta, porque nadie sabe que es el primer olor que percibo desde hace quince días. Quizás hoy, me digo, cuando llegue a casa también comenzaré a percibir los sabores de la comida.

Intentando entender esta nueva especie de mundo consternado

Voy llegando a la Plaza del Milenio, y ahora los que se cruzan conmigo en el carril -ya terrestre, sonoro y con aromas de río- son un abuelo con su nieto en la sillita de paseo. El niño, de unos dos años, tiene toda su atención en las dos ramitas llenas de hojas que lleva en las manos, y a las que examina con mucha atención, como si fuera un botánico experimentado que acabase de descubrir una nueva especie vegetal y tuviera que caracterizarla bien, relacionándola con las demás y a la vez distinguiéndola del resto. Y de repente pienso que así estoy yo desde hace algún tiempo (¿desde que empezó la invasión de Ucrania por Putin?, ¿o antes, desde la pandemia?), intentando entender esta nueva especie de mundo consternado en el que nos hemos ido adentrando, en el que suenan los tambores de guerra cada vez con más fuerza y en el que la tierra se va deteriorando de forma acelerada, y sin saber cómo casar la contemplación de las catástrofes con las alegrías cotidianas, triviales -ver florecer un árbol, escuchar una música emocionante-, o las más profundas, como el nacimiento de un niño en la familia.


Con la sombra de esa perplejidad que se ha convertido en mi compañera, sigo el trayecto mañanero, que hoy incluye tres paradas: en la plaza del Viejo Coso, llena ya para siempre del recuerdo de Maribel Rodicio como era antes del accidente; en la plaza de San Pablo, donde unos pocos estudiantes entran y salen del Instituto Zorrilla para algún trámite descolocado del calendario mientras en la última ventana de la fachada del colegio El Salvador reina una silla hábilmente colocada para esperar sentados a que se haga realidad la Ciudad de la Justicia; y, por último, en el quiosco entre Teresa Gil y San Felipe Neri, donde estos días alargo mis pequeñas compras para así escuchar al chaval que todas las mañanas toca el violín -ahora mismo está tocando la Pequeña serenata nocturna de Mozart- ante una cesta con un letrero: "Para pagarme los estudios".

Una orquesta que pasaba por allí

Todavía no sé que dentro de veintipocos días, cuando escriba este artículo, una inesperada coincidencia en el día de mi cumpleaños me habrá ayudado a encajar esta perplejidad. Porque ese día yo me encontraré en Burgos por casualidad, y, justo junto a la casa de mis padres y de mi infancia, la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, sin saber nada de mi calendario ni de mi geografía vital, me regalará un concierto en la noche burgalesa de la plaza de San Juan. Y así, escuchando las músicas alegres y tristes que habrá seleccionado con gran acierto el director invitado Salvador Vázquez, mi alma se dejará llevar por las notas que saldrán de los instrumentos, y bailará con ellas por entre las piedras iluminadas del antiguo monasterio de San Juan, uniéndose, por encima del tiempo y del espacio, con las emociones y perplejidades del arquitecto que lo construyó allá por el año 1091; las del que lo reconstruyó tras el incendio de 1538; las de los miles de peregrinos que en él se cobijaron a lo largo de todos esos siglos; las de los compositores de la música que en ese momento escucharemos (casi todos del siglo XIX), y las de todas las personas que lo estaremos disfrutando.

Y así me daré cuenta de que, en casi todos esos tiempos, tanto san Lesmes como la reina Constanza, el papa Sixto IV, Berlioz, Liszt, Leoncavallo, Borodin, Elgar, Bizet o Chapí también en algún momento percibirían que su mundo se estaba desmoronando y sentirían la perplejidad de gozar de las cosas más triviales o de las alegrías más profundas mientras la sangre se derramaba en guerras que nunca han acabado (aunque nosotros, pardillos, las imagináramos superadas solo porque no nos pillaban cerca) y miles de personas murieran en epidemias y pestes. Como ahora.

Pero hoy, día de San Pedro, veintipocos días antes de que escriba este artículo, todavía no sé nada de eso, solo alargo mis pequeñas compras en este quiosco entre Teresa Gil y San Felipe Neri para así escuchar al chaval que todas las mañanas toca el violín -ahora mismo está tocando la Pequeña serenata nocturna de Mozart- ante una cesta con un letrero: "Para pagarme los estudios". Echo unas monedas -la gente es generosa, la cesta está casi llena, incluyendo una cantidad respetable de billetes- y vuelvo a casa marcando el ritmo del pedaleo con un pensamiento que examina las cosas de la vida como si fueran nuevas, intentando clasificarlas como las hojas del niño de esta mañana: labiadas, pecioladas, dentadas, aserradas, alveoladas... guerras, pobreza, crisis, alza de precios, peligro de desabastecimiento energético, cambio climático, verano, tolerancia, hipocresía, mentira, redes sociales, frivolidad, sonrisa, generosidad... pero se me escapa el pensamiento y mis pedales vuelven a perderse en el silencio de este mediodía que comienza a vestirse de adelfas. 

miércoles, 12 de enero de 2022

Wollemia nobilis y los Reyes Magos

Aparco la bici, entro en casa y me pongo el delantal. Saco la sartén del armario y preparo el segundo plato (hoy pechugas de pollo, ayer cadera de ternera, antes de ayer cinta de lomo adobado y el día anterior rodajas de salmón al horno) cumpliendo el eslabón número no sé cuántos de esa sucesión monocorde de rutinas que se va comiendo mis días.

Por la tarde, vuelvo a coger la bici y llevo al punto limpio los móviles viejos, sus accesorios especiales que no encajan con los actuales (auriculares con minijack de 2,5 milímetros en lugar de 3,5; otros auriculares con conectores aún más raros, algunos con cuernecitos; cargadores de tan pocos miliamperios que no sirven para ningún dispositivo por muchos adaptadores que encuentres en internet...) y algunos aparejos de plástico y otros enseres que habían echado raíces en el trastero. Igual que ayer por la tarde llevé las botellas de aceite usado a su respectivo contenedor, y que antes de ayer fue el turno de la ropa que ya no usamos, y que uno de estos días lo será de los juguetes abandonados, y así hasta ciento de pasos deshaciendo el eslabón no sé cuántos de esa cadena de acumulación que fue construyéndose con la misma sucesión monocorde de rutinas que se va comiendo mis días.

Trigonometría, estelas y personas

A la vuelta, paro un momento para contemplar las estelas de los aviones, que a veces, como esta tarde, cuando se cruzan en el cielo formando ángulos de distintos grados que permanecen un rato hasta desdibujarse, me parece que nos enseñan trigonometría, y me recuerdan las viejas fórmulas de seno de alfa y coseno de beta con las que -aseguraba mi profe de matemáticas- se podían calcular las distancias entre la tierra y el sol y otras estrellas cercanas, o en las que -aseguran los profes de matemáticas de mis hijos- se basan los famosos GPS y mogollón de inventos más de los que nos beneficiamos cada día sin enterarnos. Otros días, quizás con el aire más límpido y sin vientos de distintas temperaturas en la atmósfera, los aviones pasan indiferentes unos a otros, sin dejar señal, recogida su estela, que va desapareciendo, cortita, tras su cola, sin molestar siquiera con su recuerdo el silencio y la pureza de la luz transparente que llena el aire sin ocuparlo, libre, sutil. Como nuestras vidas: unas veces se cruzan con las de otras personas, en ángulos de distintos grados de alegría o de amargura, en una complicada trama de relaciones que no sé descifrar con ecuaciones trigonométricas, mientras que otras veces circulamos cada cual a su bola, como sin mirarnos, o sencillamente sin cruzarnos, cada uno en la órbita de sus intereses o circunstancias.

Dejo la contemplación de las estelas y sigo pedaleando hacia casa mientras unos pocos cirros que surcan el cielo se visten de rosa con las últimas luces del sol y después van perdiendo intensidad y diluyéndose en malva antes de hacerse humo gris, como si hubiesen perdido la alegría o la vida y fuesen ya solo fantasmas, casi siniestros. Intento ignorar las similitudes, estruendosas, entre el ciclo de amaneceres, plenitudes y ocasos que se repite cada día y el que se produce en la vida -la mía, por ejemplo-.

Luz y música de los Reyes Magos

Pero he aquí que amanece otro día, y resulta que es el de los Reyes Magos. Encuentro que Melchor, Gaspar y Baltasar han cambiado el faro delantero de mi bici por un adminículo electrónico en forma de cilindro cuasisimétrico que se ensancha en los dos extremos: por uno de ellos proyecta un chorro de luz blanca de LED, mientras por el otro un altavoz reproduce las canciones que se hayan grabado en una tarjetita microSD o las que el móvil del ciclista le transmita en el momento por Bluetooth. Salgo un rato a probarlo, y es verdad que la música produce magia: olvido la consideración ensimismada de la tristeza de la rutina y, por un momento, la memoria se enfoca -no lo había hecho en Nochevieja, no suelo poner el contador a cero con recopilaciones ni propósitos- en los momentos de este año pasado en que unas pocas cosas y personas habían sido capaces de poner música mágica en mi vida.

Por ejemplo, Axel Mahlau, un profesor de Filología, alemán afincado en España, que un buen día decidió convertir la finca que sus padres habían comprado hace más de sesenta años en el límite entre La Adrada y Piedralaves (Ávila) en jardín botánico. Allí, con ayuda de su mujer, Amelia, y de sus hermanos, ha reunido más de 1300 especies botánicas, recopilándolas de todas partes del mundo y logrando su aclimatación con los cuidados necesarios; allí celebra reuniones culturales y talleres de naturaleza; y allí lo enseña a los visitantes en unos recorridos sencillos y grandes a la vez, con los que contagia sin remedio el interés y amor por la naturaleza. Durante nuestra visita, no sé por qué -no tengo ningún conocimiento de botánica, ya me gustaría- me fijé en una planta y le pregunté por ella. Y nos explicó la asombrosa historia de ese fósil viviente del jurásico que se llama Wollemia nobilis y que fue descubierto en 1994 por David Noble, un guardabosques de Parque Wollemi de Australia -de ahí el nombre que se dio a la planta: Wollemia por el parque donde fue descubierta y nobilis por el apellido del guardabosques que la encontró- que reparó en el brillo especial de un grupo de árboles entre los demás que los rodeaban. Mientras nos lo explicaba -era casi al final de la visita- pensé que Axel Mahlau y su mujer eran también como esa planta, una especie de personas con un brillo especial que a veces nos empeñamos en pensar que ya no existen hasta que nos las cruzamos en el camino.

Algunos Wollemia nobilis: Axel, Hilaria, Agustín y tantos otros

El otro momento de magia me lleva a una casa de pueblo en Castrillo de Don Juan donde estuvimos comiendo hace poco con nuestro amigo Javier a la sombra amable de un árbol que cobija bajo su copa la casa de su madre. Ya no vive Hilaria, pero a ella se debe la inmensidad de este fresno que da sombra en verano sin quitar luz en invierno. Porque hace treinta años su nieta Noelia llegó un día con un paquetito. "Abuela, hemos celebrado en el colegio el Día del Árbol y nos han dado estas semillas. ¿Podemos plantarlas en tu jardín?". Hilaria cuidó las semillas hasta que brotaron las hojas; eligió un punto del jardín protegido del cierzo, plantó y regó el arbolito, de la misma forma que hacía todo en la vida, con cuidado y constancia, pero sin darle demasiada importancia -"ya crecerá", le decía a Noelia cada vez que aparecía por su casa y corría a comprobar los progresos de "su" árbol-. Y vaya si creció.

El caso es que, una vez puestos a tirar del hilo, aparecen en mi memoria cantidad de esas personas como Axel y como Hilaria, que, si te fijas bien, brillan de manera singular. Como aquel cura, ya mayor -ahora sé que se llama Agustín González-, que nos atendió a la puerta de una iglesia-museo en Atienza y nos hizo descubrir una de las mejores colecciones de fósiles que he visto en mi vida. Nos contó la historia del médico del pueblo que los coleccionaba y que los donó para ese museo, pero no nos contó su propia historia, que ahora descubro asombrada al buscar su pista en internet. Otro auténtico wollemia nobilis.

Ahora mismo, echando una ojeada al periódico para descansar un ratillo, ahí están los cuatro científicos del GOA de la Universidad de Valladolid que andan camino de la Antártida para poner cifras reales al cambio climático. O el equipo del Hospital Clínico de Barcelona que ha conseguido curar a 18 pacientes de cáncer desahuciados. O ese grupo de amigos de Valladolid que han montado una ONG que consigue bicis adaptadas para que personas con discapacidad puedan hacer deporte. Si es que, a nada que se rasca un poco, el mundo está lleno de gente que brilla. Sin embargo, yo, "pegada al manillar como un gilipollas" -que ya lo decía Javier Krahe en su canción-, sin enterarme, ensimismada en cirros decadentes al anochecer. Solo puedo decir en mi disculpa que andaba como Don Quijote, sumida en la lectura de tantas novelas -no de caballerías, sino de "pensadurías tristes"- como últimamente se empeñan en escribir, escudriñando las tristezas y rencores que los humanos somos capaces de atesorar con el caletre.

Menos mal que han llegado los Reyes Magos con su chisme de luz y de música para despertarme. Aunque también es verdad que eso me plantea una pregunta inquietante: y yo, ¿qué cosa buena y brillante puedo aportar? Como no quiero desanimarme, apunto con mi faro nuevo a todos los rincones buscando algo aprovechable, y me empeño en convencerme: "La eme con la a, ma. Todavía soy capaz de juntar letras para, al menos, contar lo que hacen otros".


¡Eh, que no me acordaba! También fui capaz de descubrir un sitio donde entregar para reciclado el neumático de coche que teníamos en el garaje desde hace más de veinte años. A veces la rutina tiene su puntillo emocionante.

martes, 3 de agosto de 2021

Los anillos concéntricos de Pucela y un globo aerostático en la madrugada

Apareció ayer al doblar la esquina de la última calle antes de llegar a la mía. Entre las ramas de los árboles, contra el intenso azul del cielo y con unas pocas nubes radiantes por el reflejo del sol, tenía algo como de pintura renacentista de Moisés bajando del Sinaí con las tablas de la ley del pacto de Dios con su pueblo. O como si de repente fuera a aparecer un arcoíris al fondo y una paloma fuera a acercarse con la hoja de olivo en el pico señalando el fin del diluvio universal llamado coronavirus. Pensé: el globo de la nueva alianza.

Desde ese "ayer" -era la víspera de Reyes- ha transcurrido medio año largo, pero sigo viéndolo igual: no era exagerada ni fingida la emoción al encontrarme con un globo aerostático; ni tampoco se explicaba solo porque ese ayer fuera uno de los dos días de cada semana en los que llegaba a casa exhausta pero eufórica al tener que pedalear 13 kilómetros desde que salía del trabajo hasta que llegaba a casa: primero 4,5 kilómetros del curre al hospital; allí media horita de logopedia haciendo gorgoritos y salmodias para recuperar las cuerdas vocales, y luego 8,5 kilómetros del hospital a casa para terminar de ganarme un cocido tardío, más a horas de cena inglesa que de comida española.

No, no era solo eso: yo ya tenía transfigurada la imagen de los globos aerostáticos desde aquel verano de dos mil catorce en el que descubrí un Valladolid diferente a la luz de la luna gracias al pedaleo del hospital a casa, que en aquellos días era también una rutina diaria, a veces nocturna, a veces al amanecer. El pedaleo nocturno lo hacía dando un rodeo -meterme por el Pinar de Jalón pasada la medianoche no me parecía muy apetecible- por la carretera y avenida de Segovia, General Shelly, avenida de Madrid por la Ciudad de la Comunicación, Puente Colgante, Juan de Austria y avenida de Salamanca adelante. Los caminos del amanecer, sin embargo, sí los hacía bordeando La Estrella de Qatar, el Lidl, el vacío de la Uralita y el Gran Valladolid, hasta desembocar en la avenida de Zamora, que me llevaba hasta la de Salamanca y por allí a mi hogar.


Y justo el día en el que estuvo claro que la vida nos daba otra oportunidad (era un domingo, temprano), al coronar el puente que salva la vía sobre el polígono de Argales en la avenida de Zamora, apareció un globo flotando en la luz dorada del amanecer (parecía extraviado de algún cuento infantil, sin saber qué hacer sobre la ciudad que se despertaba) y se erigió en la señal del pacto de Dios con esta maruja ciclista de Burgos afincada en Pucela. Era un pacto de alegría y esperanza en tiempos de peligro y de incertidumbre. Tiempos como los de ahora para todos: para las marujas ciclistas, los peatones currantes, los macarras motorizados y los prudentes que los sufren, los pijos y los pobres, desde Pucela hasta Wuhan, pasando por Kuala Lumpur, Añisok y, desde luego, Morelia, Lille, Orlando, Florencia y Lecce (la plaza de las Ciudades Hermanas era uno de los hitos de este largo camino a casa de los martes y los viernes).

Los anillos concéntricos del atlas de la riqueza

Sí, realmente aquellas marchas nocturnas me descubrieron otra ciudad que nunca había observado. Una noche que iba al centro de la ciudad, al bajar de la calle Víctimas del Terrorismo por la carretera de Segovia, de repente me encontré el barrio de Las Viudas, ese que de vez en cuando aparece en los periódicos por reyertas entre clanes o porque celebraban la nochevieja disparando al aire armas de fuego. Pero, sin embargo, ahora aparecía como transfigurado por el sueño de una noche de verano, con todas las personas en la calle buscando el alivio de un aire respirable, sentados en sillas a la puerta de las casas y en las plazuelas de esta orilla urbana que bajo la luz de la luna se había convertido en pueblo gitano. Pocos metros más allá, vi algunos payos pobres sentados en los bancos de las esquinas de las calles. A continuación, las primeras terrazas de bares, con las sillas oscilando sobre los pegotes del asfalto de las aceras, recalentado cada mediodía y solidificado al atardecer. Y por último, las terrazas de bien, con diseño más cuidado a medida que me acercaba al centro histórico, donde se sientan ciudadanos satisfechos que no miran demasiado a los circunstantes por mantener intactas las puertas de su propio mundo.

Aquella noche me pareció que mi bici y yo avanzábamos sobre el radio de la circunferencia que delimitaba la ciudad de Valladolid, atravesando los anillos concéntricos desde la pobreza del contorno hasta la riqueza de un centro a medio "gentrificar". Esa impresión me la vino a confirmar mucho tiempo después -aunque solo por la semicircunferencia del norte y el este- el Instituto Nacional de Estadística con su proyecto experimental Atlas de distribución de la renta de los hogares, en cuyos mapas de colores se pueden observar esos anillos:  desde los barrios en los que  los ingresos de cada familia oscilan entre los 12.500 y los 22.000 euros al año (la renta individual oscilaría entre los 3.700 y los 8.600, y proviene siempre del rendimiento del trabajo), hasta el centro de la ciudad, en el que la renta de cada familia oscila entre los 40.000 y los 92.000 euros al año (la individual entre los 15.500 y los 32.250), es decir, entre cuatro y nueve veces más que sus vecinos de los barrios periféricos; y en buena medida proviene del rendimiento de los valores mobiliarios e inmobiliarios, es decir, gente que vive de las rentas.

Imagen tomada del Atlas de distribución de la renta. INE

Imagen tomada del Atlas de distribución de la renta. INE

Una caja de cartón disfrazada de maleta

Si la vida no nos llevase la contraria de vez en cuando, nos volveríamos simples y maniqueos, incapaces de captar los infinitos matices que se encuentran en el camino del blanco al negro y viceversa. Quizás por eso, a los pocos días de aquella noche mágica en que visualicé los anillos concéntricos, mi bici se encargó de llamarme la atención sobre un detalle curioso y contradictorio.

Acababa de comer con mis antiguas compañeras de trabajo en un kebab de la calle Macías Picavea y nos habíamos sentado en una terracita a tomar el café. Mientras vigilaba la bici desde mi silla -no había encontrado ningún elemento fijo al que atarla- se introdujo en el ángulo de mi mirada una mujer alta que caminaba hacia la plaza de Cantarranas. Algo en su fisonomía -la estatura, el color de su melena larga, el contorno de su cara, ojos y boca, los ángulos de sus pómulos, la anchura de su hombros- me inclinó a pensar que procedía de algún país de Centroeuropa. Vestía una chaqueta de punto de color oscuro y una falda larga, casi hasta los pies, y andaba con una mezcla de elegancia y cansancio, sin inclinar el cuerpo hacia un lado a pesar de llevar una enorme maleta en la mano derecha. ¿Maleta? No, ahora que reparaba en ello, lo que llevaba era una inmensa caja de cartón a la que le había adherido un asa cutre, también de cartón doblado, a base de cinta de embalar.


Aparte de hacerle una foto desde lejos, cuando casi entraba en un portal de Cantarranas, me dio por imaginar todo tipo de historias de pobreza en tierra extraña, algunas con final feliz, otras con desenlace aciago. Miré a mi alrededor -algunos edificios antiguos sin restaurar, seguramente de renta antigua- y luego lo confirmé en esos mapas detallados del INE: allí, entre Macías Picavea y Cantarranas, había una pequeña isla de color pobreza en medio del océano verde de riqueza distintivo de los que viven opíparamente de sus rentas.

Los globos de la nueva alianza

Todo esto lo he recordado ahora, después de atar la bici junto al centro comercial cercano a mi casa, porque venía a pedir hora en la peluquería en la que solía disimular mis canas -no había venido desde antes de la pandemia, y había aprendido los rudimentos del autotinte porque me daban pánico las inmensas posibilidades de intercambio de aerosoles en esos locales- y resulta que ya no existe aquí esa peluquería en la que pedir hora; quizás por el miedo de tanta gente como yo. Quién sabe si aquella mujer de Cantarranas trabajaría en otra peluquería parecida y qué habrá sido de ella.

Aquel día me fijé en ella porque su presencia desafiaba el orden geográfico-económico de una sociedad satisfecha y preocupada de pijadas. Hoy aflora otra vez su recuerdo en estos momentos chungos de la quinta ola de la pandemia, que me hacen preguntarme cómo será ese atlas de distribución de la renta cuando puedan recogerse los datos de 2021 y 2022 (hasta ahora solo se recogen los de 2018) y desear que en las ya próximas fiestas de Valladolid los globos aerostáticos vuelvan a tomar sus cielos de madrugada y sean la señal de una nueva alianza, en la que, a la luz tamizada por el conocimiento de nuestra fragilidad, nos conjuremos para recoger tanto lodo de pobreza y desigualdad que habrá dejado el diluvio de la COVID, y para poner las bases de una estructura social más humana.

lunes, 8 de marzo de 2021

Milagritos Gil y el Símbolo Atanasiano: dos visiones del Día de la Mujer

1933. Mi madre con una amiga
Decidido: el día 8 de marzo será para mí, de hoy en adelante, el día de Milagritos Gil. Así se llamaba una amiga de mi madre -tal vez su mejor amiga, porque siempre me hablaba de ella-, a la que nunca conocí. Quizás sea una de las que salen en estas imágenes de 1933 y 1953 que estuve escaneando ayer, entre otras muchas fotos históricas de la familia, para compartirlas con todos los hermanos en esos trozos de nube que se alquilan.

Ya sé que no es una idea muy original, que lo mismo hizo Viggo Mortensen con Noam Chomsky en Captain Fantastic. Pero, como solía decir otra amiga, "más vale una buena copia que un mal invento", y esta copia es la que necesito para celebrar bien mi día de la mujer.

Será el día de Milagritos Gil precisamente por eso, porque no la conocí: no sé cómo pensaba, cómo le gustaba vestirse, a qué partido político hubiera votado en estos tiempos, si era rica, pobre o de la más abundante clase media. Pero sé que era mujer, como yo, es decir, persona; y que por ese motivo tenía derecho a ser tratada en igualdad de condiciones a todos los demás seres humanos, hombres o mujeres; a que se le dieran las mismas oportunidades de educación, trabajo, cultura y ocio; a que se respetase su trabajo, su ciencia y su arte, no por estar hecho por una mujer, ni a pesar de estar hecho por una mujer, sino sencillamente por su valía, juzgado a ciegas. Y nada mejor para juzgar a ciegas que no conocer a quien se juzga.

Razones personales

Será el día de Milagritos Gil por otra razón mucho más personal -a fin de cuentas, las razones personales son las que más nos estimulan a pelear por algo-. En mi casa (cinco hijos y dos hijas tenían mis padres), por ser la hija mayor, aunque tuviera tres hermanos por delante de mí, los fines de semana y en vacaciones me tocaba fregar los cacharros después de comer; los demás días no, porque tenía que salir chutando al colegio. También me tocaba limpiar los zapatos de la familia los sábados por la mañana, aunque en esa labor se me unía solidariamente mi hermano Javi, para comentar en ese rato las películas que habíamos visto en las sesiones continuas del cine Rex o en las salas de cine de la Caja de Ahorros en la plaza de Prim y en la Alhóndiga. Otras labores eran compartidas igualitariamente entre los dos sexos, como el lijar, con un estropajo de alambre arrastrado bajo el zapato, la tarima del suelo cada cierto tiempo para luego darle cera. Hasta que se inventó la maravilla del acuchillado y barnizado, o quizás hasta que nosotros tuvimos acceso económico a ello, quién sabe.

1953. Mi madre con una amiga

Y esos eran todos mis agravios en contra del machismo que había en mi casa. Quizás porque nunca se planteó otro machismo mucho peor, que muchos años después supe que se planteaba en la casa de muchas amigas (curioso, casi nunca de Burgos, esa ciudad de costumbres tan antiguas, y sí muchas veces de otras cercanas más modernas, grandes e industriosas): las distinciones por sexo para ir o no a la universidad. Y, en caso de ir, a la hora de elegir la carrera. O, lo que era peor todavía, la presión a algunas no mucho mayores que yo para quedarse en casa a cuidar de sus padres en el futuro. No solo sin estudiar, sino también sin formar su propia familia ni vivir su propia vida. Curioso y triste. En mi casa la discriminación era otra: estudiaba el que conseguía beca, porque dinero era claro que no había, y universidad en Burgos tampoco por entonces.

Y ahí es donde entraban en escena las Milagritos Gil, Carmina, Tere, Mili, Manolita... y toda aquella legión de nombres que entonces no me interesaban lo más mínimo -qué pesadez, las amigas de mi madre, ¡puaj!-. Cada una de ellas, mujeres que habían empezado a trabajar como oficinistas en bancos, cajas de ahorros, funcionarias en ministerios, seguridades sociales y otras historias así. Como mi madre. Unas, como ella, habían dejado el trabajo al casarse. Otras no se habían casado. E incluso alguna, como mi tía Charo, heroínas que habían seguido en el tajo compaginándolo con la familia. Claro, solían ser las que “solo” habían tenido tres o cuatro hijos.

Estas mujeres, auténtico comando de inteligencia y espionaje, sabían más que Lepe sobre todas las becas y ayudas al estudio que existían en la última década del franquismo: becas del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), universidades laborales, becas-salario, becas de algunos bancos y empresas para los hijos de empleados; y cada una de ellas con sus correspondientes papeleos, plazos, requisitos y recursos. Y, aunque no hubiese Whatsapp ni Facebook ni Twitter ni Instagram, hacían llegar la información a todos los rincones en tiempo récord.

Así que también por eso le dedico este día a Milagritos Gil, porque gracias ella, o a alguna otra de esa pandilla a las que entonces no tuve ningún interés en conocer, pude estudiar, eligiendo lo que me dio la gana. Y tuve la oportunidad de darme cuenta de que esa -la educación- era la primera puerta de la libertad y de la igualdad. Y nunca se lo había agradecido.

La belleza de los universos armoniosos

Y, por último, será el día de Milagritos Gil porque así me fue revelado un día no muy lejano con toda claridad: no porque me hablase Dios desde una zarza en llamas, sino de una forma mucho más sencilla. Acababa de escuchar un debate de un parlamento autonómico en el que dos mujeres de distinto signo político discutían sobre un plan de igualdad. Y una de ellas zanjaba: no voy a entrar en cada apartado de este plan, ya que todo él tiene una profunda carencia, desconoce el enfoque integral de las principales autoras del feminismo -y aquí desgranaba rápidamente las aportaciones de las distintas escuelas y fases del movimiento feminista- y necesitaría dotarse en todos los organismos púbicos de especialistas de género formadas en dichas teorías. Ellas -y no los jueces, ni el propio parlamento- serían las que juzgasen si ese plan, conforme a la doctrina y cosmovisión feminista, se estaba aplicando adecuadamente en todas y cada una de las empresas. La que no superase el control no recibiría subvenciones ni ayudas públicas.

La suma de voces variopintas, bien armonizadas, es de una gran belleza...

... y más todavía si se armonizan juntas voces de mujeres y de hombres

Y, como las cosmovisiones bien explicadas -la parlamentaria era brillante expresándose- tienen la belleza ínsita de los universos armoniosos, me convenció. Pero se me quedó un runrún y un no sé qué, como el vuelo de una mosca, justo entre la parte posterior de la oreja y la patilla de la gafa Y mientras pedaleaba hacia casa, sin saber cómo ni por qué, me vino a la memoria un latinajo que hacía más de cuarenta años que no había leído ni oído Fue surgiendo poco a poco, como la letra de las canciones olvidadas, que reaparecen en nuestra cabeza sin buscarlas: Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est ut teneat catholicam fidem. Quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum peribit. "Todo aquel que quiera salvarse -decía el Símbolo Atanasiano, que así se llamaba aquella declaración de principios- ante todo deberá tener la fe católica. Porque, a no ser que la acate íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre". Y seguía, largo, enunciando cuáles eran esas verdades de la fe.

Inquisición o colaboración

Claro, ese era el runrún: el problema a la hora de gestionar las cosmovisiones, tan hermosas. Porque, cuando uno se pone a intentar hacer realidad esas verdades luminosas en un mundo de gente libre e imperfecta, con inteligencia dispar y dispares opiniones, surgen cantidad de conflictos: el principal, la propia incapacidad para llevar cabalmente a la práctica esos principios que tan fácil es exigir a los otros y tan difícil cumplirlos; y después el de convencer a los demás.


Ante esas dificultades, caben fundamentalmente dos opciones: declararse en portavoz único de la verdad y establecer un completo sistema de jueces y comisarios para hacerla cumplir (Inquisición, creo que se llamaba antiguamente); o bien hacerse amiga de todas las milagritos gil que andan por el mundo (según el INE, en España hay 43.566 mujeres y 28 hombres que se llaman Milagros), y empeñarse, codo con codo, en conseguir todas aquellas mejoras paulatinas en las que podamos ponernos de acuerdo para acercarnos a la igualdad y la justicia. Sin exigir a nadie, para sentarse a negociar o juntarse en una manifestación, profesión de fe y limpieza de sangre.

domingo, 21 de febrero de 2021

Maruja corriendo por una causa. #10porlaEducación

Cartel de la Carrera
(tomado de la inscripción)
Era la primera vez que participaba en la carrera "Corre por una causa", de Entreculturas. Sobre todo, porque no tenía ni idea de que se pudiera participar corriendo en bici. Cuando vio que este año, con eso de ser la carrera virtual, existía la modalidad de 20 km en bici, no se lo pensó dos veces y se apuntó.

La pega es que esa modalidad de carrera virtual implicaba que uno mismo había de diseñar su recorrido y hacerlo en solitario, como procede en tiempos de COVID. En su primera incursión en Google Maps para preparar un itinerario, ningún recorrido acababa de convencerla, pero se le quedaron los tramos de carril bici y las posibles carreteras bailando en la cabeza en los siguientes días.

Y como una, cuando se hace vieja, empieza a parecerse irremisiblemente a su madre, enseguida empezó a mezclar inconscientemente, en un suculento cóctel, las cosas que tenía que hacer el fin de semana con el recorrido de su carrera ciclista; igual que hubiera hecho su madre, a la que siempre le gustaba matar no dos, sino siete pájaros de un tiro.

Total, que acabó convirtiendo la carrera en algo muy parecido al recorrido de cualquier repartidor de Glovo, pero sin una caja amarilla como la de ellos que tan bien le hubiera venido. Así que, igual que había visto hacer a muchos participantes en triatlones, en lugar de ponerse el dorsal en la espalda, lo llevaba colocado delante del manillar, ya que la espalda la tenía tapada con una mochila llena de cajitas de bombones hechos por uno de sus hermanos para repartir entre otros hermanos y sobrinos, y que la llevaba un poco escorada hacia la derecha para que no se chocase con una bolsa isotérmica que se había colgado en el hombro izquierdo, llena de táperes con comida para los hijos presos de la multiteletarea.

Primera parada, junto a Fuente Dorada

Siete kilómetros y medio después, en una breve parada de apenas dos minutos, pudo desembarazarse de la bolsa de los táperes y continuar un recorrido que bien pudiera parecer el de cualquier procesión de Semana Santa o cabalgata de Reyes: bajada de la Libertad, orillando el Calderón hacia Felipe II, San Pablo, el Hospital de Rondilla, calle Mirabel, Imperial, las Brígidas, San Ignacio, San Benito, Correos, Poniente, San Lorenzo y María de Molina, plaza de Zorrilla, Acera de Recoletos, calle de la Estación y de la Vía, Paseo del Cauce, Guadalete, vuelta por Paseo del Cauce, Palacio Valdés, plaza de Vadillos y de Louis Braille, Santa Lucía, don Sancho, San Luis, Acibelas, Labradores, Alonso Pesquera, Santuario, López Gómez, Plaza de España, Duque de la Victoria, Constitución, Menéndez Pelayo, Claudio Moyano, Doctrinos y la avenida de Miguel Ángel Blanco.

Segunda parada, calle Mirabel

Con otras tres brevísimas paradas en algunas de esas calles, se había librado de todas las cajitas, había sacado dinero del cajero automático y ahora enfilaba la orilla del río por la calle arzobispo Delicado pensando "me quedan siete kilometrillos, casi todo recto, así que voy a pedalear a lo bestia". ¡Ja!, no había contado con el viento, que ahora le era contrario, así que la similitud con la bestia se quedó en el jadeo. Pero le dio tiempo a pensar. "Este recorrido urbano tan raro -se preguntaba- ¿valdrá como carrera?". Bueno, se dijo, tampoco importa mucho la ortodoxia, lo importante es el esfuerzo y la intención.

Tercera parada, calle Guadalete

Y no hay duda que intención le había puesto. Porque, obligada a parar en los semáforos, a continuación emprendía la marcha acelerando todo lo que podía para no olvidarse de que estaba en una carrera. Y en ese contraste entre paradas y acelerones, se le figuraba que así sería la vida de los que se dedican a la educación en esos proyectos -de los que tanto había oído hablar a su hija aquel verano que trabajó como voluntaria en una escuela de Fe y Alegría en Andahuaylillas, en la parte sur de los Andes peruanos- a los que irá destinado lo que se recaude en esta carrera: unas veces, obligados a parar por los problemas que se presenten, y otras acelerando todo lo que puedan cuando las circunstancias les sean propicias o les llegue la ayuda necesaria. Y se esforzaba alegre contra el viento sintiéndose cerca de esa gente, aunque su propia vida fuese mucho más trivial y comodona, y muchas de las preguntas que se hacía no tuvieran respuesta o, si la tenían, fueran una temida denuncia de tanta incoherencia en su propio trote vital.

De vuelta en casa

A fin de cuentas -le chivó el agua caliente de la ducha que la estaba dejando como nueva a la vuelta de la aventura-, además de recaudar dinero para poder seguir liberando por la educación a tantos oprimidos, ¿no era esa la finalidad de estas iniciativas, calentar el corazón de los participantes para que se atrevieran a hacerse las preguntas que temen porque les obligarían a implicarse para cambiar un poco este tinglado de mundo injusto en el que andamos?

lunes, 11 de enero de 2021

El termómetro loco, el reloj majareta y los españolitos, enormes, bajitos

Reloj majareta silenciado
De repente, un día, al volver a casa después del trabajo, ya no hacía calor -a pesar de ser la hora en que normalmente calienta más el sol-, sino que soplaba un viento fresco que me despejaba y me llenaba de una alegría inesperada; quizás se debiera a la sensación de libertad, más palpable físicamente por la ausencia de mascarilla tras seis horas de llevarla ininterrumpidamente. Otro día empezaron a caerse las hojas de los árboles, y pocas semanas después ya no tenía que agacharme al girar en el carril bici de la autovía del puente colgante, flanqueado en su inicio por tres árboles frondosos que me peinaban el flequillo cada mañana. Ahora, cuando me acuerdo, levanto una mano -siempre que no la tenga tan congelada como esta mañana- para acariciar de pasada sus ramas calvas.

Árboles caducos y perennes, farolas altas y bajas -alguna con la puerta de las conexiones entreabierta, como incitando a la investigación o al sabotaje-, baldosas rotas que salpican, raíces que levantan el pavimento del carril, estatuas de gente ilustre o hitos de la ruta Delibes... entre tantos compañeros de camino, llevo bastantes días lamentando el silencio de dos de ellos, condenados al ostracismo, a los que había cogido especial cariño por sus limitaciones. Yo los llamaba el termómetro loco y el reloj majareta, aunque en su origen ambos eran a la vez reloj y termómetro cuerdos y bien cuerdos. Ahora solo son dos pantallas mudas y ciegas, fracaso en fase de oxidación, quizás a la espera del derribo. Echo de menos sus mensajes de led; es verdad que al final eran erráticos y estrambóticos, pero no importaba, de uno tomaba la hora, del otro la temperatura, y hacíamos un buen equipo de amigos imperfectos. Ahora, sin ellos, mi imperfección se siente un poco sola y más conspicua.

Siempre a 127 grados centígrados. O a 12,7, quién sabe

El reloj termómetro de la avenida de Salamanca, junto a la fachada de un almacén de productos de riego y de saneamiento, era mi referencia a mitad de camino -casi justo-, regalándome la hora y la temperatura por una cara y por la otra: a la ida siempre me fijaba en la hora para saber si llegaba a tiempo al trabajo; y a la vuelta hacia casa, ya sin prisa, me fijaba más en el termómetro. De repente, un día ya no era reversible, habían sacrificado una de sus caras a la publicidad de la tienda-almacén (por si acaso alguien no veía el cartel inmenso de la empresa en la propia base del mástil del reloj), y a la ida ya no podía mirar la hora de frente, sino volviendo la cara varias veces hasta que coincidiera con la marca horaria, que se alternaba con la de la temperatura. Pero lo hacía con gusto porque ese reloj era ya mi amigo.


Con sol o con nubes, invierno o verano, mañana o tarde,
le gusta marcar su temperatura favorita.

Poco tiempo después, también a la vuelta se puso difícil su contemplación: de buenas a primeras, un día marcaba 127 grados a mediados de diciembre. Me costó un rato darme cuenta de que quizás ahora marcaba con décimas (antes nunca lo había hecho: solo grados enteros, en una o dos cifras, positivas o precedidas por el signo menos) y quizás, me dije, sí estuviera haciendo una temperatura de 12,7 grados centígrados. Y seguí diciéndome eso mismo, como una mentira piadosa, porque en realidad pude comprobar día tras día que la famosa temperatura 127, o 12,7, era lo que marcaba siempre que no sabía qué marcar. Por ejemplo, un buen día 22 de enero, a las 14:32, marcaba 49 (vale, 4,9), 15 segundos después marca 51 (de acuerdo, 5,1), pero 23 segundos después salta la cifra mágica: 127 (que me da igual si eran 12,7). Y otro tanto sucede unos meses después, el 4 de mayo de 2015, un día muy caluroso, en el que los termómetros de Valladolid llegaron hasta los 32º. ¿Y qué marcó mi amigo a las 15:59? Pues 45º (¿o serían 4,5 y peor me lo pones?)... hasta que medio minuto después se le fundieron los plomos y marcó 127. O 12,7.

Hace cuatro meses, su pantalla enmudeció. Parece que para siempre.

Ya no marca erróneamente. Porque está mudo.

Siempre a remolque de su tiempo. Exactamente 33 horas y 53 minutos

La historia de mi otro amigo es mucho más breve y vinculada a mi vida personal y familiar: lo pusieron hace pocos años cerca de mi casa, y desde allí su reloj vigilaba si llegaba a tiempo a los ensayos del coro en el centro cívico, a qué hora sacaba la basura, los envases, papeles y vidrio a los contenedores y con qué frecuencia horaria sacábamos a pasear al perro; y, lo mejor, cada noche de verano nos acompañaba en el paseo informándonos de si la temperatura nos dejaría conciliar el sueño y de lo que habíamos tardado en hacer cada media vuelta al circuito de nuestra marcha nocturna. Entre latido horario y térmico, intercalaba un recordatorio de la fecha en que nos encontrábamos.

Un buen día se paró y, tras más de una semana de baja, cuando lo volvieron a poner en marcha se había extraviado el buen juicio de su reloj y calendario. A base de observarlo, pronto nos dimos cuenta de que su desvarío no era oscilante, sino una desviación exacta: se había quedado anclado en un retraso de 33 horas y 53 minutos, de tal manera que resultaba entretenido calcular en qué hora nos encontrábamos sumando un día y 10 horas a lo que marcaba y restando 7 minutos.

Hace tres meses, su pantalla enmudeció. Parece que para siempre.

Corta vida del Club del Cocodrilo...

Faltaba un rato para ponernos a preparar la última cena de 2020, y el último titular que vi antes de apagar el portátil me pareció el mejor regalo de fin de año: siete diputados de todo el arco ideológico del Parlamento se ponían de acuerdo para propugnar un 2021 sin crispación. Cinco de ellos habían grabado un vídeo en el que explicaban como, a pesar de los frecuentes enfrentamientos tan broncos ante las cámaras, en muchas Comisiones del Congreso se toman acuerdos por unanimidad y se llevan a la práctica numerosas decisiones por consenso.

Es verdad que la buena nueva duró menos de lo que se tarda en tragar las doce uvas de la suerte, pero esa noche disfruté escuchando a Nacho Cano y Maryan Frutos "los españolitos, enormes, bajitos, hacemos por una vez algo a la vez", y soñé que podríamos ser capaces de mirarnos los unos a los otros como quien mira al termómetro loco y al reloj majareta: calculando con cariño la magnitud de la desviación de sus opiniones (según las nuestras, claro) para ver cómo podemos llegar a un acuerdo intermedio; quitando hierro a las salidas estrambóticas cuando alguien pierde el oremus y marca 127 grados en pleno invierno; adoptando la postura necesaria para que nos escuche el que solo es capaz de mirar en un ángulo determinado. Sin empeñarse en enmudecer ni reducir al ostracismo al que no piense como nosotros.

Portada de la web de Art Aspace 2020

... larga vida de Art Aspace

Pero tampoco esta vez iba a poder ser -pensé al despertar-. Así que, para consolarme, me dediqué un rato a visitar la exposición de Art Aspace, que en su decimosexta edición ha tenido que optar por el formato virtual debido a la pandemia. Y ahí sí, muchos españolitos, enormes, bajitos, artistas fenomenales, llevan dieciséis años haciendo algo a la vez: donando sus obras (este año, noventa y nueve; lleva un rato contemplarlas y emocionarse) para sostenimiento de este centro vallisoletano de atención integral a la parálisis cerebral. Entren y compren. Bueno, entren, que lo de comprar vendrá por sí solo.

domingo, 13 de septiembre de 2020

A la espera de la realidad

El viernes 13 de marzo de 2020 lucía el sol y hacía calor a la salida del trabajo. Ya hacía una semana que había prescindido de la mochila con ropa de repuesto para cambiarme al llegar a la oficina -tenía miedo de andar manipulando superficies y colgando mi ropa de bici en un rincón de los aseos-, así que pedaleaba de vuelta a casa a las cuatro de la tarde con el mismo jersey que había llevado a las nueve de la mañana, y sentía un calor enfermizo que me asustaba por la posibilidad de que se tratase de la fiebre que anunciaba el apocalipsis. Pero el aire acondicionado del supermercado me quitó de cuajo esas sospechas, y casi me duraba el frescor cuando aparqué la bici en el garaje de casa, del que no la volvería a sacar -entonces no lo sabía- hasta el sábado 2 de mayo a las ocho de la tarde.

Triste bici inmóvil del salón en el ángulo oscuro

Comenzó así un tiempo raro, vacío de lo que llamamos vida, y que se medía por la repetición periódica de las listas de la compra -bien pensadas, que solo hubiera que salir una vez cada ocho o diez días-; del cambio de habitación para dormir, comer o trabajar; de las limpiezas precipitadas en interrupciones del trabajo, intentando no pensar en cuántos lugares podría haberse depositado el sospechoso aliento de mi boca y de mis fosas nasales sin ser alcanzado por los líquidos desinfectantes; de la elaboración de la mezcla de agua y lejía que me irritaba los ojos y la garganta mientras frotaba superficies so capa de protegerme del enemigo; de salir a la ventana para aplaudir a gentes que batallaban cada día al dragón protegidos con armaduras más chapuceras que las del valeroso hidalgo don Quijote de la Mancha -algunos morían en el empeño, y yo lloraba lágrimas que no aflojaban el nudo del pecho-; de los ratos de costura fabricando mascarillas; del triste pedaleo en una bici que no se movía un milímetro del salón en el ángulo oscuro; y, sobre todo -la más triste de todas estas repeticiones periódicas-, leyendo algunos y borrando todos los demás miles de mensajes que trepaban a mi cerebro desde los periódicos, televisiones y grupos de wasap y apretaban las clavijas de mi angustia.

Recurrí a los libros -como casi todo el mundo- y al canto -como casi todos los que cantan-, venciendo la extrañeza de cantar sola frente a la cámara del móvil cosas tan raras como las que cantamos las contraltos, y con un chivato en la oreja marcando los tiempos para que luego se pudieran casar en uno los vídeos de cada cantante del coro. Desfilaron por mi libro electrónico Juan Gómez-Jurado, Dolores Redondo, P.G. Wodehouse, Arturo Pérez-Reverte, Justo Navarro, Íñigo Redondo, Víctor del Árbol, Vita Sackville-West, Agatha Christie, Manuel Vilas, Helene Hanff, Daniel Sánchez Arévalo, Åsne Seierstad y Stefan Zweig, pero en ninguno de ellos encontré la explicación y el consuelo infantil que buscaba, algo como la epopeya de El señor de los anillos, en la que seres limitados e indefensos -como nosotros-, cuya lucha contra las fuerzas del mal está aparentemente abocada al fracaso, terminan triunfando, contra todo pronóstico, apoyados unos en otros y todos en la esperanza.

Paul Dano y la calle Majaderos

Hubo un par de momentos en los que logré olvidarme de la peste. Como aquella mañana en la que una sobrina propuso al grupo de la familia un minucioso dibujo japonés para que todos lo copiáramos y compartiésemos luego nuestras versiones. No es que se pudiera comparar con la concentración de Jakob Mendel en el café Gluck de Viena, pero en el esfuerzo de dibujar encontré algo parecido a la paz y la ausencia. O aquella otra tarde de julio en la que acudimos a un concierto de cello de Amarilis Dueñas en el patio del colegio de San Gregorio y se puso a jarrear agua al poco de empezar el concierto y lo tuvimos que escuchar refugiados en los soportales. Se respiraba allí una especie de complicidad amable entre supervivientes confusos. Y alegres.

Concierto de Amarilis Dueñas. Foto tomada de la agenda cultural del
Ministerio de Cultura
.

Pero ha tenido que ser
Paul Dano, con el espantoso pelucón negro que luce en Little Miss Sunshine, el que pusiera las cosas en su sitio. Cuando Dwayne Hoover -el personaje al que interpreta, chaval cabreado con la humanidad, que se niega a hablar con su familia hasta que consiga entrar en la fuerza aérea de Estados Unidos- descubre que no podrá ser piloto de aviones porque es daltónico, sufre un ataque de desesperación y crispación absoluta, sin consuelo, al sentir que la única posibilidad de construir su vida se derrumba por completo. ¡Llevaba tanto tiempo sin vivir, esperando la vida! Pero el cariño sobrio de su hermana regordeta, que competirá para el título de miss solamente por hacer lo que le pidió su abuelo, hace que Dwayne vuelva a la desastrosa furgoneta de su desastre de familia y también él luche por reconstruir lo que quede del derrumbe.


Fotos tomadas del blog "Exquisiteces"

Pensando en Dwayne, hoy he entendido de otra manera el letrero de esta calle del pueblo vecino al nuestro, por la que llevo pedaleando más de 28 años, aunque solo sea en el mes de agosto; pensaba que el nombre de la calle Majaderos estaba dedicado -con perdón de los que desarrollaban el noble oficio de majar el centeno, el lino o los garbanzos para separar el grano de la paja- a los tontos del higo que niegan las evidencias científicas y se apuntan a la primera necedad, ya sea esotérica o de conspiración, que les caliente las orejas, y a los irresponsables sin memoria en el cerebro que convocan o asisten a las fiestas y botellones donde se venden todas las papeletas para la muerte de sus padres o sus abuelos -y quizás la propia-.


Pero ahora me he dado cuenta de que en primera fila del grupo de majaderos también estábamos, sin enterarnos, las plañideras y los lloricas que habíamos declarado la vida en suspenso y nos habíamos instalado en estado de espera -a la espera incierta de la realidad- sencillamente porque éramos incapaces de asumir que esta espera, en este entorno tan absurdo, era la realidad: sin poder reunirnos con los amigos, sin abrazos, sin canciones juntos, con miedo. Y, sobre todo, sin casi noticias en los medios de comunicación de otra realidad que no sea la evolución de la pandemia y sus aledaños.

Desde mis pedales el mar no se ve

Tan ocupada en lamentar limitaciones e incertidumbres, del carril bici de esta ciudad costera en la que disfruto la última semana de mis vacaciones solo me había fijado en lo raro de su trazado: en lugar de discurrir pegadito al paseo marítimo, como Dios manda, lo hace por calles interiores, con las fachadas de los hoteles como paisaje. Hay un tramo que rodea la laguna interior en la que unos flamencos deslucidos -el color rosa, desvaído, está limitado al extremo de sus alas- conviven con multitud de gaviotas, y cuyo fin parecía encontrarse -poesía pura- en la puerta del Mercadona; pero no, seguía en un ramal liberador en el que descubrí la maravilla de pedalear al nivel del mar (fatiga muchísimo menos subir las cuestas) y con ruedas de 29 pulgadas. Me sentía como el nombre de esta avenida, Jaime I, conquistadora, así que, finalizado ya el carril bici, seguí subiendo y subiendo por carreteras locales, y allí sí, los arcenes eran auténticos miradores al Mediterráneo. El mismo mar que contemplo desde mi terraza en este atardecer de despedida y que a la luz de la luna se convierte en la noche mágica de todas las orillas de todos los mares.

Samsagaz Gamyi

Mientras Valladolid me espera sumida de nuevo en las restricciones de la fase 1 para pelear contra los rebrotes crecientes, esa luna menguante ilumina la montaña que tengo enfrente, y desde allí contestan a su señal miles de diminutas luces que parecen nacer de las entrañas del monte, como si en esas urbanizaciones de día vivieran de noche los enanos de Moria. Y cerca andarán los elfos de Rivendel. Y más lejos, en las tinieblas, mi héroe favorito, Samsagaz Gamyi, que en lugar de gimotear como Frodo -en la película, en el libro no era tan llorón-, se curra la cuesta del Monte del Destino para que su compañero desfalleciente pueda arrojar el anillo, aunque sea lo último que haga. Aunque ni siquiera sepa si lo lograrán.


Y me doy cuenta de que, aunque haya que escudriñar para encontrarlos, hay cantidad de Samsagaces Gamyi a nuestro alrededor trabajando como hobbits para hacer la realidad más llevadera en tiempos difíciles. Sin ir más lejos, José Luis González Llamas, que dejó su trabajo en el taller de un periódico para doctorarse en antropología y después unirse a la aventura de Nati Villoldo de convertir Villar del Monte en un museo etnográfico viviente. O nuestro vecino de pueblo veraniego, el fotógrafo y viajero Gregorio de la Cruz, que transfigura con sus pinceles este extremo oriental del Cerrato, convirtiendo en obras de arte una casa abandonada, la puerta de una bodega, el portón de una cochera o los tocones de dos chopos talados.