lunes, 18 de julio de 2011

El despertar de una mañana de verano

Examino atentamente el manillar de la bici y pienso en alguna bandera pequeñita que pudiera enganchar en el espacio vacío entre el timbre y la palanca del cambio de piñón; porque esta mañana me siento como Kevin Costner en Bailando con lobos, cuando marcha a trote lento por la pradera, con la sola compañía de un lobo, hacia un poblado de indios desconocidos, a los que intuye buena gente pero con los que no logra entenderse. Yo lo tengo aún peor, porque no sé dónde tienen su poblado los indios a los que me gustaría conocer.

Esta sensación de extrañamiento la debo a la creciente oferta de noches estivales llenas del hechizo de la música, la poesía y el teatro; cebo que yo muerdo inmediatamente porque tengo en el recuerdo noches veraniegas verdaderamente mágicas, entre las que brillan con luz propia el concierto de un cuarteto de cuerda en la cartuja de Miraflores (en los sampedros de Burgos de hace infinitos años), una representación al aire libre (Exeter, julio de 2000) de El sueño de una noche de verano, y un concierto de Georges Moustaki, al año siguiente, en La Rochelle.

Sin embargo, detrás de las presentaciones bien redactadas y mejor maquetadas en los folletos de algunos festivales se encuentran, juntas y revueltas, genialidades auténticas con amputaciones (versiones, dicen algunos) mediocres de obras clásicas que dejan en el ánimo un frío como el relente de la madrugada. De forma que, al despertar, una resaca de frustración me señala, morbosa, el tacto viscoso de lo mediocre en reportajes tísicos de datos y fofos de adjetivos, en la poesía barata dedicada a los políticos que estrenan nuevos mandatos (mejor merecieran crítica seria y respetuosa que apologías vacuas o insultos ensañados) o en el éxito amañado de superventas cutres.

Por eso salgo en busca del poblado donde viven esos nobles sioux que -en peligro de extinción, me dice mi pesimismo- se dedican a perseguir un sueño con la constancia y el perfeccionismo de un monje copista. Encuentro algunas pistas en periódicos (como el caso de Rocío Prieto, la joven vallisoletana que hizo la carrera de Matemáticas para estudiar a las ballenas) y en blogs (ahí me topé con Carmen, Marisa y Nieves, una enfermera y dos médicas, también de Valladolid, que dedican sus vacaciones a trabajar en Mocuba, Mozambique, con los niños que más lo necesitan). Tengo que mercarme una bandera digna de la expedición.

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