sábado, 1 de agosto de 2015

Arpas y trompas, nidos y soledades

Resultaba gracioso sorprenderlos así al entrar en la cocina: dos hombres barbados con cara de niños en pleno asombro, grotescamente inmóviles, congelado su movimiento en mitad de un paso, y con la mirada absorta en un punto al otro lado de la ventana. Ni mi hija ni yo andábamos muy despejadas al empezar esa mañana de domingo, pero la actitud de ellos era un claro mandato para situarnos alerta y en silencio, moviéndonos despacísimo hasta llegar a descubrir  el objetivo, que no era otro que un gorrión con una ramita en el pico –más grande que su cuerpo entero- haciendo viajes al interior del durillo de nuestro jardín; de allí salía al cabo de un momento con el pico vacío, y vuelta a empezar. Nos tuvo un buen rato hipnotizados a los cuatro, contemplando sus transportes y con pena de no poder ver el nido a través de las ramas frondosas del arbusto.

Tampoco los días siguientes me atreví a revolver entre las ramas -me daba miedo que la madre extrañase a las crías si notaba la intrusión-, pero desde esa mañana una parte de la vista y del pensamiento se me han independizado y, mientras yo pedaleo un día y otro la avenida de Salamanca, la orilla del río o la plaza del Milenio, ellos andan localizando nidos y tirándome de la manga: "Fíjate, uno gigante en un árbol diminuto"; "mira, un mirlo camuflado de perfil entre las ramas sin hojas de un plátano enfermo; ¿dónde tendrá el nido?" "¡Hala! -gritaron un viernes al llegar al pueblo-, este año hay mogollón de golondrinas volando y los aleros están llenos de nidos". Y yo me hago a esa música de curiosidad ornitológica que termina impregnándolo todo: me dan pena los eventuales que tras las elecciones municipales y autonómicas andan desalojando los nidos que habían elaborado durante años -algunos no me dan tiempo de sacar el pañuelo para las lágrimas y ya están situados en mejor destino-; observo con interés la prisa con que los nuevos ocupantes del nido consistorial (Saravia en cabeza, Puente al rebote) marcan sus diferencias con los anteriores, el cabreo de Trebolle, que ve otra vez alejarse en el horizonte la solución a su colección de nidos, y el órdago al punto de los ocho millones de euros por el Salvador con amenaza expropiatoria; me indigna que los bancos sean en Valladolid los principales morosos de los nidos que se han apropiado precisamente porque sus dueños eran morosos (¿no habría manera de desahuciar a los bancos por impago?); y me entristece la soledad y desamparo en que mueren por un desierto lejano bandadas de pájaros humanos que dejan sus países buscando un nido donde poder instalarse y sacar adelante a sus crías; son como esas aves migratorias que todos los años recordamos el segundo domingo de mayo, pero sin documentales que nos narren su frustrada hazaña en la hora de la siesta.


La parcela entre Villa del Prado y Girón y el proyecto ganador
del concurso del Campus de la Justicia

Calendario de soledades sonoras

Como todos los años, marqué algunas fechas en el calendario de mi móvil en cuanto tuve el programa de la feria del libro de Valladolid (el 27 de abril, encuentro literario con David Trueba, el 28 con Julio Llamazares y el 3 de mayo homenaje a Agustín García Simón), pero, también como casi todos los años, los planes se me torcieron y tuve que conformarme con escucharles a través de sus personajes y no en persona. Y así fui paseando las soledades perdedoras de Leandro, Aurora, Lorenzo, Sylvia y Ariel (personajes centrales de Saber perder) por el carril achicharrado entre Arturo Eyríes y Parquesol a las tres y media de cada tarde de este mayo incandescente. Allí me encontraba con otras soledades insignes -Zorrilla, el conde Ansúrez, Delibes o Cervantes- que iban tomando forma bajo el pincel o el rodillo de alguno de los ilustradores de Nos comen los nipones que se turnaban al mediodía para terminar de pintar el muro desde un andamio solitario a punto de derretirse. "Peor era esta mañana -me dice Jorge Consuegra mientras termina de pintar la cara de Delibes- cuando el sol me cegaba; ahora hay algunas nubes que traen incluso un poco de frescor".



Algo parecido al frescor -más intenso quizá- encontré pocos días después, el 22 de mayo, en un concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. No en la viola, que es para la que Berlioz compuso Harold en Italia, sino en un diálogo solitario y enamorado entre el arpa y una de las trompas al final del segundo movimiento, que me hizo olvidarme de todo lo que me rodeaba y me recordó que así es como empieza todo lo importante en la vida: reconociendo en otra persona -a veces en una afición o en una profesión- esas notas que son como un eco del latido del propio corazón, que se acoplan a las vibraciones del alma y la impulsan a hacer algo único, a emprender una vida propia con ese tesoro secreto, compartido por unos pocos amigos, ignorando todas las corrientes que empujan hacia una existencia general estabulada.

Grupo de Música Antigua de la Universidad de Valladolid
en el concierto de fin de curso. Foto: Carlos Barrena
El arpa. Nunca le había prestado mucha atención a ese instrumento, pero de nuevo el 30 de mayo Xavier Maistre, en otro concierto de la Oscyl, volvió a lograr la magia: liberadas por sus manos -a veces sutiles, otras casi violentas- y sin caja de resonancia que las constriñera ni orientara, las notas volaban por todas las esquinas de la sala (unas a mi espalda, otras de frente o dando la vuelta y haciendo cabriolas a izquierda y derecha) llenando el espacio de color y de alegría. Y así es como contemplé la vida durante la primera quincena de junio, descubriendo gente que se dedica a hacer cosas geniales con su soledad sonora. Entre ellos, el Grupo de Música Antigua de la Universidad de Valladolid, que nos volvió a recordar, el 12 de junio, en un inolvidable concierto de fin de curso en el Palacio de Santa Cruz, el verdadero y sencillo significado de la palabra excelencia, tan sobada por la mediocridad reinante en muchos ámbitos -tanto que a punto estuvo de estropearme esa quincena un amago de vómito al contemplar una ortopédica soflama publicitaria elevada al rango de tesis doctoral-. También entre los geniales, Leonardo Padura, que el día 10 de junio conseguía el Premio Princesa de Asturias de las Letras, y que ha llenado mi mochila de emoción con sus cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir, en el que su maestría de narrador se coloca en la voz y en la mirada de protagonistas muy diferentes, que unas veces triunfan y otras sucumben, pero que siempre viven su apuesta singular.

La paloma y la tormenta

Casi llegaba al final de ese libro el domingo 14 de junio, y las nubes negras de la tormenta inminente acompañaban las palabras tristes de la primera mujer del suicida Raimundo Manzanero ("Yo me imaginaba que un día iba a hacer esto. No se puede vivir pensando que uno podía ser distinto"), que yo rumiaba mientras pedaleaba, también a las tres de la tarde, por la calle Magallanes. En el semáforo del cruce con Puente Colgante acentuaba la sensación de tristeza tormentosa una paloma solitaria posada en el brazo del semáforo, recortada su figura contra la negrura amenazante de las nubes y sobre la luz roja que negaba el paso. A los dos días, esa tormenta negra de tristeza nos despertó a todos con la muerte de José Antonio Gil Verona, quien quizás llevaba tiempo viendo en rojo todos los semáforos de su vida y sintiendo que nadie le ofrecía el apoyo de una rama amable donde posar su vuelo fatigado.

Mientras regreso a casa esta tarde para comenzar las vacaciones, me persigue por el carril bici una lata vacía impulsada por el viento, como un remate de metales chirriantes para este mes de julio en el que el libro de Julio Llamazares Distintas formas de mirar el agua ha vuelto a colocar el foco sobre la soledad y la pérdida. Pero yo me resisto: aprovecho el mismo impulso que arrastra a mi perseguidor, doy esquinazo a la lata del mal fario y preparo la cena cantando con la ventana abierta para que me respondan el gorrión del viburno de nuestro jardín y otros pájaros cercanos que desconozco y a los que pongo los nombres que acabo de leer en un informe sobre mi antiguo barrio de Pajarillos (periquito, colibrí, marabú, papagayo, cóndor, zorzal, paloma, cuclillo, oropéndola, calandria), referido al polígono 29 de Octubre, en el que también están en juego 570 nidos del este de Valladolid. La mitad de ellos, nidos de calés, pero de eso hablaremos otro día.

viernes, 3 de abril de 2015

Sobrevivir al desencanto: bufandas, remakes y pinceladas anarcos de Pucela

Actores de Una familia de Tokio (imagen tomada del blog
La mirada de Ulises)
El frío de cuchillo de esta noche lo noto al pedalear como un dolorcillo en la frente, donde impacta el viento (el resto de la cara lo llevo protegido por un tapaboca al que nunca llamaré por su antiestético nombre), pero es algo estimulante, me ayuda a sentirme viva y me permite olvidar la pringosidad de sirope y merengue que rezuma por mis orejas por culpa del empalagosísimo doblaje de Una familia de Tokio, película genial que acabo de ver en sesión de cinefórum con unos amigos. No entiendo la afectación y antinaturalidad de los dobladores de todos los personajes (excepto del que pone voz a Shuji, el hijo pequeño), y me desconcierta especialmente la voz temblorosa de bisabuelita decrépita que le ponen a la protagonista -¡una mujer de 68 años!-, aunque luego me doy cuenta de que quizás sea ese anacronismo el único defecto que le encuentro al homenaje que Yoji Yamada hace a su maestro Yasujiro Ozu con este remake de Cuentos de Tokio (en 1953, cuando se estrena la película de Ozu, la esperanza de vida de los japoneses no llegaba a los 68 años, mientras que ahora viven más allá de los 83). Por encima de todo ello, se impone la inmensa capacidad de Yamada –como Ozu y todos los buenos directores japoneses- para llevar de la mano al espectador y colocarlo en una actitud contemplativa que le hace aprehender la realidad impregnada de las emociones que el director le inoculó.

Pero no solo la realidad de Tokio. Desde esa noche de pleno invierno –hace casi un mes, ahora ya florecieron los almendros-, las calles del Valladolid que recorro cada mañana y cada tarde, las personas que me encuentro y las noticias que escucho están bañadas en una especie de búsqueda dolorida para recuperar o redibujar, tras el desencanto de la crisis, la identidad de la ciudad, de la profesión de cada uno, de las relaciones familiares... justo como hacían Shukichi y Tomiko, los protagonistas, a la vuelta del hotel al que les despacharon sus hijos.

A la búsqueda de la identidad perdida

Así lo percibí pocos días después en Madrid, en el salón de actos de la Fundación Rafael del Pino, donde nos reunimos un nutrido grupo –tirando a multitud- de compañeros de esta profesión -chavalitos triunfantes en la primera fila, veteranos de las redacciones de siempre, freelancers, escépticos redactores de sucesos, directores de comunicación y jefes de prensa, estudiantes enardecidos tecleando en el portátil- para escuchar la historia de Jill Abramson, que también anda sobreviviendo al desencanto de su misterioso despido como directora del New York Times embarcándose en la creación de un nuevomedio digital especializado en grandes reportajes, que -¡oh prodigio de las finanzas bien organizadas!- se venderán baratos (la suscripción será de 2,80 euros al mes) y se pagarán muy caros (redactores liberados con un adelanto de 100.000 dólares para poder investigar donde la historia les lleve y escribir sin el apremio del recibo de la hipoteca).


Conferencia de Jill Abramson en la Fundación Rafael del Pino

Su conferencia fue una narración fluida de sus experiencias –historias con la etiqueta exclusiva del premio Pulitzer-, reivindicando con el ejemplo la importancia de la narrativa en el periodismo y alertando contra la vuelta de la censura, esa braga –ahora sí merece su nombre- que de nuevo se teje con la lana sofocante de las crecientes seguridades nacionales para tapar la boca de cualquier candidato a "garganta profunda".

El que no tiene ninguna duda respecto de su identidad (un poco sobreactuada tal vez) es el colega al que acabo de adelantar en el carril de la avenida Salamanca después de chupar un rato de su rueda solo por el gustazo de contemplar el impoluto brillo de las llantas de su bici de carreras, la magnificencia del tejido de sus culotes y maillot y la línea de perfecto aerodinamismo de su mochilita; vamos, que me he llegado a preguntar si no estaríamos compitiendo en un velódromo en lugar de volviendo a casa por este modesto carril bici.

No sé por qué, pero el contraste entre su egregia figura y la mía (de currante de entre semana) me ha resultado una imagen gráfica de la diferencia entre los antiguos debates urbanísticos y los actuales, que todo este mes de marzo han estado especialmente presentes en Valladolid con la aprobación inicial del PGOU. Así como antes parecían dilucidar sobre distintos modelos para una ciudad llamada a las altas esferas del glamour, ahora la discusión tiene ese otro tinte de supervivencia al desencanto, de vuelta a la modestia de los pequeños arreglos que puedan sanar heridas de la ciudad y de incertidumbre ante la viabilidad de muchos de los proyectos soñados; incertidumbre que, a pesar de los anuncios de última hora -¿nada electoralistas?- sobre el Campus de la Justicia, ya se había llevado por delante los ánimos de la concejala del ramo.

Visión del artista versus resignación

Tres voces he oído también estas semanas clamando en el desierto por la búsqueda de una identidad para Valladolid -Fernando Manero, Ángela de Miguel y Óscar Puente-, y, aunque sus ideas son claramente constructivas, no puedo evitar sentir que hablan de fabricarnos un retrato retocado y glorioso para enseñar a las visitas; de una imagen a la que todos debiéramos contribuir, siempre con la duda de si llegaremos a realizar una genialidad o nos quedaremos en el ridículo intento de un mal remake. Pero creo que la mejor respuesta a ese anhelo de identidad recobrada la daba otro vallisoletano de lujo, José Luis Alonso de Santos, en el I Congreso de la Academia de Artes Escénicas, que se celebró en Urueña, reivindicando la visión artística como el arma para incidir en la sociedad, buscar caminos para evitar la resignación y hacer que el mundo sea algo menos inmundo.

Su determinación de no resignarse se me viene a la cabeza esta tarde final de marzo, en una breve visita a Gijón, en la que, tras un paseo en bici por la playa de San Lorenzo y el Muro bajo una losa de nubes negras, llego hasta la estatua de La Lloca y encuentro en sus ojos y en su mano extendida hacia el mar el reflejo exacto del dolor y el desconcierto que sentimos cuando, después de una semana contemplando perplejos el daño que puede desencadenar la desesperanza desbocada –estos días llamada Andreas Lubitz-, leemos en la pantalla del móvil que la pregunta sobre el paradero de Lalo García se ha resuelto con la fría evidencia de un cadáver flotando en el Pisuerga.

   

Sigo un rato mirando hacia el mar -el viento empuja mi cabello en la misma dirección que el de la madre del emigrante de Ramón Muriedas, y en el reproductor de música suena Silence, de la sinfonía número 3 de James MacMillan-, pero enseguida me fuerzo a separarme de su hipnosis de congoja y empuño de nuevo el manillar de mi bici, acariciándolo con agradecimiento, porque, aunque su rodar a ras de tierra no me permita alcanzar la perspectiva aérea de una imagen redonda de mi ciudad, sí me acerca cada día, con la libertad un poco anarco del pedaleo, a una de las miles de pinceladas que conforman su realidad múltiple y contradictoria, como la visión del artista. Ella me llevó hasta ese rincón del barrio de la Victoria que todos los años resulta transfigurado por los dibujos y pinturas de un grupo importante de arquitectos que Darío Álvarez  reúne en la exposición Artaspace; o hasta la plaza de Lola Herrera, en Delicias -mezcla de caserío de pueblo y moderno urbanismo minimalista-, donde pude contemplar el poema acróstico, disfrazado de valla publicitaria, con el que un chaval le pedía matrimonio a su chica.




Pero, sobre todo, es la bici la que me sitúa –como las películas de Yasujiro Ozu, Yoji Yamada o cualquiera de los buenos directores japoneses- en esa actitud ante la vida y la ciudad que me hace pensar, al pasar por delante del Clínico, en Raquel Barbero y Hugo Pérez, que han diseñado una técnica pionera de radiación que mejorará bastante la vida de las personas con enfermedades de tiroides; que el letrero de Helios que me cruzo cada mañana venga en mi cabeza asociado a la investigación que están realizando con el Cartif para desarrollar alimentos de alta eficacia en la prevención de enfermedades como la obesidad, los trastornos del sistema cardiovascular y del sistema nervioso central o la artritis reumatoide; que, al leer los periódicos cada tarde (ya sé que no es un horario muy ortodoxo, pero es el mío), me fije en el exitazo de Dora García, única española de nuevo en la Bienal de Venecia; o que busque y coleccione en mi pincho de memoria las entrevistas que Victoria Martín Niño les hace a los instrumentistas de la Oscyl -la última de ellas, a la violista Virginia Domínguez-; y que a todos ellos, sin querer, los sienta como parte de una familia virtual y extraña llamada Pucela.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

El retrovisor y los tentáculos del seto

¡Qué chisme tan aparatoso!, me dije para mis adentros -cuidando de bajar el volumen de los pensamientos, no fueran a transparentarse por encima de la sonrisa hipocritilla- mientras sujetaba al extremo izquierdo del manillar el retrovisor que acababan de regalarme mis hijos. Siempre me habían parecido un poco ridículos los ciclistas que abigarraban sus bicis con cestas, alforjas y todo tipo de adminículos -a mi modo de ver, inservibles-, y ahora yo iba a ser una de ellos. Chungo.

No imaginaba entonces lo equivocada que estaba y el gran aprecio –demasiado, pienso ahora- que iba a coger a "mi" retrovisor, que cualquier día me pego un piñazo por ir mirando hacia atrás en lugar de hacia delante.

Él me libra de los peligros en los cruces complejos, cuando obedezco la ley de mi semáforo en verde y me atacan por detrás de la oreja izquierda los velocípedos a los que acaban de abrir el suyo y que apenas se enteran del ámbar que me protege –poco- y de mi propia presencia pedaleante y espeluznada. Pero ahora mi espejito mágico me informa de todos los movimientos que se producen a la espalda de mi costado izquierdo y puedo actuar con pleno dominio de la situación.

Él me avisa de los coches que se aproximan a mi rueda trasera, y hasta puedo leer, en sus ojos viceversa, sus pensamientos (equivocados) de que en esta carretera tan estrechita cabemos dos coches y una bici, así que me pongo en el centro del carril hasta que nadie viene de frente, y entonces me orillo para que me adelanten cómodamente.

Y, lo que es más chulo, él me permite ver alejarse hacia el horizonte posterior a las personas, árboles y nubes con los que acabo de cruzarme en el camino. Pero esa ha sido mi perdición:  llevo dos meses largos con síndrome de retrovisor, contemplando cómo se aleja este verano prolongado en un otoño disfrazado de agosto, mientras intento ignorar el tedio del trabajo sin fruto aparente que acompaña a mi tiempo frío.

Los pantalones de campana de La Isla Mínima y L' Arlesienne de Bizet

Solo puedo decir en mi defensa que este escaqueo por el mundo de la nostalgia no ha partido solo de mí, sino que me ataca desde todas partes y se me pega a la ropa y a la respiración, como si en algún lugar de la ciudad o del país hubieran colocado un inmenso retrovisor. Allí está cuando acudo al concierto de apertura de curso de la Universidad de Valladolid y se abre con L' Arlésienne, de Bizet, en la que inmediatamente reconozco una canción de montaña de los campamentos de mi adolescencia en la sierra de la Demanda entre Burgos  y Soria. Intento confirmarlo en internet, y la búsqueda me lleva a la Marche pour le Régiment de Turenne, de Jean Baptiste Lully (1632-1687), y a su utilización por Georges Bizet, casi 200 años después (1872), como tema de la Marche des Rois y de L' Arlesienne; pero, sobre todo, esa búsqueda me recupera nombres y artículos de gente de Burgos de principios de los setenta, que en mi memoria permanecen con camisas de cuellos grandes y pantalones de campana, muy parecidos a los que me encuentro una semana más tarde –cuando ya casi me había despejado de esas remembranzas- en esa obra de arte que es La Isla Mínima.

Me espera en el periódico cuando leo una entrevista con Carlos Soto -que el sábado pasado presentaba en San Miguel del Arroyo el primer disco del coro Pinares de Castilla-, que me lleva a rebuscar, entre las viejas casettes de casa, las dos que grabó el grupo Almenara. En el centro de la carátula de ¡Vaya postín...! le reconozco con su flauta travesera y sus apenas dieciocho años bajo el sombrero, mientras escucho Castilla lo más granado y el romance de la loba parda.

Salgo a ver una exposición de arte contemporáneo –"Vallisoletanos irreemplazables. Homenaje a Jorge Vidal", en la galería La Maleta-, y también allí, mientras admiro las obras de Vidal, de José Noriega, Gonzalo Martín Calero, Lorenzo Colomo y tantos otros vallisoletanos verdaderamente irreemplazables (me llama la atención un dibujo precioso de Belén González, de la que solo conocía esculturas), no puedo evitar el efecto retrovisor, que hace resbalar mi memoria hacia un congreso de periodismo autonómico en Palencia, en 1985, donde conocí a Domingo Criado -uno de los integrantes del Grupo Simancas junto a Jorge Vidal-, del que no hay obras en esta muestra, pero cuya evocación basta para situar de nuevo la realidad en ese halo neblinoso de lo que se aleja hacia el horizonte que queda a nuestra espalda.




Y lo mismo me ocurre cuando leo sobre el homenaje de la Fundación Delibes a Julián Marías, que enfoca el espejo de mis recuerdos en uno de los momentos más tristes de mi trabajo en la Universidad de Valladolid: cuando este pensador excepcional rechazó, en 2002, el doctorado honoris causa que proponía la Facultad de Filosofía y Letras, porque llegaba demasiado tarde. Como llegarían –si es que llegan- tantos otros homenajes que deberían haber jalonado este año de su centenario por parte de instituciones vallisoletanas, autonómicas y nacionales. País ingrato somos.

Cortando el seto

La única nota discordante en este tibio territorio de nostalgias son los tentáculos crecientes y leñosos del seto que bordea el carril bici, que me obligan a adentrarme cada mañana y cada tarde un poco más en la acera para evitar tropiezos o rasguños, abandonando el carril como terreno conquistado por la maleza. Quizás esto sea, exactamente, lo que ha estado haciendo mi subconsciente: dar vueltas por los recuerdos para apartarme de los leños hirsutos de un presente en el que 43 estudiantes pueden ser asesinados por los garantes del orden y la ley, o en el que muchos miles de personas mueren no lejos de aquí (3.800 kilómetros a Monrovia, 3.600 a Freetown o 3.500 a Conakry), sin que hayamos movido un euro para investigar la enfermedad que los mata hasta que un caso se ha acercado a la vecindad de nuestra prima en Alcorcón... o en el que continúa el interminable desfile de las estrellas de la corrupción por "los cuatro puntos cardinales de mi España" (Manolo Escobar dixit).

Esta mañana –también ayer y el lunes- me he cruzado con una cuadrilla de jardineros municipales afanados en podar las ramas del seto; para esquivar sus carretillas, rastrillos, sacos de ramas y conos de señalización, además de las hojas y esquirlas de leña, he tenido que desentenderme un poco del retrovisor y estar más pendiente de lo que ocurre por delante, así que ha cambiado mi perspectiva, y ahora tiendo a fijarme en los currantes que se remangan para arreglar y mantener tanto seto y jardín desmadejado como nos rodea: los médicos y enfermeros que trabajan en África para combatir el ébola (especial mención para los cubanos, que viajan habiendo firmado su condena al exilio perpetuo si se contagian); los científicos que llevan más de diez años trabajando en la sonda Philae de la nave Rosetta y que ahora andarán interpretando los datos recibidos y volviendo a perfilar nuevas sondas que tengan arpones más precisos  y baterías que se recarguen sin luz solar; el cineasta mexicano Alfonso Cuarón, que presta la voz de su triunfo para clamar justicia por los 43 chavales que nunca debieron morir; o los jueces y fiscales españoles que continúan imputando a indeseables y tejiendo sumarios cuidadosos para que no se les escapen por los agujeros de sus fallos.

Trayectoria de Rosetta tras el 12 de noviembre. Fotografía: ESA.

miércoles, 16 de julio de 2014

Absalón y las rosas de alivio luto

Sobre el puente de Juan de Austria se sentaba una nube rinoceronte recién salida del agua, y, pasarela arriba, en dirección Parquesol, se recogían hacia sus casas otras nubes algodonosas –criadas de película yanqui vestidas de domingo, con bolsito y sombrero -, mientras un grupo de facinerosos nubarrones negros las dejaban marchar de mala gana, pensando que la tormenta había sido demasiado poca cosa, algo amariconadilla, nada que ver con la que habían montado sus colegas de Almazán hace unos días. Pero así quedó todo y el cielo se fue serenando. Al llegar al wok de la avenida de Salamanca, junto a la gasolinera y el Lidl, un rebaño de camellos rojizos, con giba y paso cansado, dibujaban en el cielo un atardecer de víspera de Reyes Magos que hacía olvidar la inminencia de este lunes desgraciado en el que me he vuelto a olvidar de meter en la mochila las tijeras de podar, así que otra vez tengo que pasar esquivando las ramas floridas de tres adelfas que dan la espalda al Museo de la Ciencia y se abalanzan sobre el carril bici amenazando con agarrarme de la melena –o de las ranuras del casco- y dejarme colgada de los pelos, igual que hizo una encina con el rey Absalón, dejándolo inerme a merced de sus enemigos.

Absalón y Joab, Jenaro y Daniel Yu

Me ha llevado un buen rato de Google y de Biblia localizar el nombre de ese personaje cuya desgracia recordaba vívidamente –con el colorido de aquel libro gigante lleno de ilustraciones en el que el puntero de sor Anunciación señalaba, ante nuestros asombrados ojos de párvulos, la quijada de asno con la que Caín mataba a su hermano Abel, la torre de Babel derrumbándose o las parejas de animales embarcando en el Arca de Noé-, pero cuya identidad se había perdido en mis recuerdos en un laberinto nebuloso de nombres bíblicos: Roboam y Jeroboam, Nabucodonosor, Joab, Habacuc, Joel, Josué, Judá...

Muerte de Absalón. Ilustración del Weltchronik (Crónica del mundo),
de Rudolf von Ems. Fotografía tomada de Wikipedia
Quizás haya sido esa deriva de mi memoria hacia los nombres masculinos de inicial jota la que la ha llevado hasta Jenaro García, al que de repente he encontrado un extraño parecido con Absalón; porque, aunque el fundador de Gowex no tenga la hermosa melena que fue la ruina del israelita -al decir del libro segundo de Samuel, todos los años se la cortaba y pesaban sus cabellos 200 siclos, casi kilo y medio-, sí había ido tejiendo una espesa red de mentiras, que son las que le han dejado colgado del árbol a merced de  las flechas de Joab (léase Daniel Yu) y de los dardos de todos los que han querido acercarse a hacer leña del árbol caído.

Porque, a estas alturas, estará el fundador de Gowex preguntándose, como Segismundo en la introducción de La vida es sueño: ¿No mintieron los demás? Pues, si los demás mintieron, ¿qué privilegios tuvieron que yo no gocé jamás? Aunque la pregunta no es esa, sino la inversa: ¿se investigarán y sancionarán también las demás mentiras? Por ejemplo, ¿explicará alguien a los trabajadores de Nutrexpa de Palencia, que este viernes empezarán a quedarse sin trabajo, hasta dónde llegaba la mentira de ese Plan Simba, tan organizadito en todos sus aspectos, que, al parecer, consistía en conseguir subvenciones públicas destinadas a crear empleo, pero utilizarlas para destruirlo cerrando la fábrica?

Ese retorcimiento directo de la comunicación, el emplear las palabras más pretendidamente nobles –como las de "responsabilidad social corporativa" y otras fórmulas parecidas- para contar exactamente lo contrario de lo que se está haciendo, o para disimular que se está haciendo exactamente lo contrario de lo que se ha prometido, es la peor corrupción de esa parte de la profesión periodística –la comunicación institucional- a la que he dedicado más de treinta años de mi vida, y que en estas ocasiones me repugna hasta la náusea.


 

La siesta de verano...

Muchas mañanas me lo recuerda un muro de bloques de hormigón que acompaña mi trayecto diario en la bici durante unos trescientos metros, bordeando el perímetro de una fábrica cerrada y abandonada. Como antes iba por la orilla del río, y por allí no había tapia, sino frágil alambrada, sé que allí detrás había ratas grandes como conejos andando a sus anchas entre los tanques de tratamiento de residuos de la fábrica; que el edificio principal va quedando sitiado por escombros y que la maleza se está comiendo la garita del guarda de seguridad; pero la frescura de las enredaderas que han crecido hasta tapar los bloques de hormigón, y los colores llenos de vida -como de amor verdadero- de  las rosas que salen de entre la hiedra para saludarme hacen que me olvide de la tristeza y la podredumbre del abandono que está detrás del muro.


Arriba, la izquierda, Javier Silva coloca una máscara
ya acabada mientras Eloy Arribas trabaja
en uno de sus cuadros. A la derecha, pinturas de Eloy
ya finalizadas. Debajo, Jonás Fadrique, al ordenador,
habla sobre el proyecto con Javier Silva.
Más abajo, trabajos en curso de Jonás.

Quizás sea eso a lo que se refieren Eloy Arribas y Jonás Fadrique –mira, otro nombre bíblico con jota- al denominar a su nuevo proyecto "Summer Nap" (siesta de verano).  No solo porque, mientras mucha gente echa su siestecita veraniega en el sofá, ellos estarán trabajando en la galería Javier Silva y todo el que quiera podrá ir a verles currar, sino también porque quieren llamar la atención hacia el cuerpo de siesta -de despreocupación y desinterés- en el que parecemos habernos instalado ante los cambios y crisis económicos, políticos y sociales que estamos viviendo en los últimos años. Como si eso ocurriera detrás de un muro y no nos importara mucho.

... y las rosas de alivio luto

Pasaron los vientos y las nubes, y llegó de nuevo, con la luna llena, la calma y el calor a este intento de verano, así que volví a tomar el camino del río; y es curioso, ahora echo en falta las rosas y la hiedra del muro, a las que ya no veo como tapadera de algo sucio y abandonado, sino como una realidad en sí mismas. Porque tan real como la corrupción –ya sea de jefes de mantenimiento municipales, empresarios fantasmas o trapaceros sacatajadas de subvenciones- es el trabajo limpio de tres estudiantes de ingeniería industrial que han pasado a la final del Michelin Challenge Bibendum con un proyecto para compartir cargamentos en los camiones y así disminuir gastos, ahorrar energía y tirar menos CO2 a la atmósfera; o el de la investigadora Estefanía Gioria, premiada en un congreso de química organometálica por sus avances (dentro de un programa de doctorado de la UVa coordinado por el catedrático Pablo Espinet) para facilitar la preparación de moléculas de alto valor añadido, muy utilizadas en fármacos o en productos fitosanitarios. Que no todo va a ser basura y mentira en la comunicación institucional.

Estefanía Gioria, investigadora del
CINQUIMA de la Universidad de Valladolid
(foto tomada de la web del grupo de investigación)
Entre esas rosas –que las hay de todos los colores, igual que en la política-, he llegado a coger especial cariño a unas cuantas matas de color lila, pálidas y a veces un poco sucias por culpa de los tubos de escape, pero a la vez –aunque parezca contradictorio- frondosas y rozagantes. Su color me recuerda a un vestido que tenía mi madre para las temporadas de alivio luto, esos momentos tan raros en la vida de la gente en los que los hipócritas se disfrazan de tristes y los sinceros retoman proyectos e ilusiones con un cierto miedo porque está demasiado cercana la memoria de la pérdida.


 

Así veo esta temporada, que comenzó con un coloquio entre José Manuel Navia y Gustavo Martín Garzo hablando de la necesidad de soñar y de asumir la tristeza y el sentido de la pérdida, coincidiendo casi en el mismo día con novedades sobre proyectos retomados: la reapertura de Extrusiones Metálicasconfirmada de nuevo ayer mismo por el director mundial de la firma, Jesús García-; la puesta en marcha del proyecto de regeneración de los Cuarteles de Arco de Ladrillo; y la proximidad del traslado de los talleres de Renfe, que liberará el primer espacio del Plan Rogers, con la mezcla de esperanza y de incertidumbre de si llegará a realizarse o se quedará como parte de ese "Valladolid que casi existió", que podemos ver en la exposición del Archivo Municipal.



Folleto informativo de la exposición
"Valladolid soñado. Imágenes de la ciudad que casi existió"
(tomado de la web del Ayuntamiento de Valladolid)

jueves, 15 de mayo de 2014

Una nueva era

Folleto corporativo de Metales Extruidos
(tomado de su página web)
"Piedra, cobre, bronce, hierro... Metales Extruidos inaugura la edad del aluminio. Un tiempo en el que la calidad de vida llega de la mano de materiales más versátiles. Una era plena de luz. La edad del metal verde por excelencia, que es prácticamente inagotable porque en él se cumple la ley del eterno retorno: puede reciclarse sin límite alguno. La naturaleza nos da los medios, solo tenemos que usarlos".

Estas optimistas declaraciones, que se refieren al material del que está hecho el cuadro de mi bici, y que he leído casi cada noche a lo largo de marzo y abril en la web de Metales Extruidos (en su catálogo corporativo), mientras buscaba en Google a ver si se había resuelto el concurso de esta empresa, me llenaron de nostalgia el pasado lunes, cuando me enteré de que acababa de adjudicarse a la firma mexicana Extrusiones Metálicas. Nostalgia por ese tiempo –hace apenas tres años y medio- en el que la fábrica vallisoletana, recién estrenadas sus nuevas instalaciones del polígono de Jalón, era una de las empresas importantes en Europa en su sector, daba trabajo a 320 personas y abordaba con euforia una nueva era de expansión, presentándose en ferias y mercados con ese instrumento tan pujante entonces de una imagen corporativa llena de glamour, en su caso realizada de forma magistral por la también vallisoletana y desaparecida empresa Treze Comunicación.


Tres años después, el panorama ha cambiado totalmente: los 250 extrabajadores que la empresa tenía en el momento del cierre observan con ansiedad los movimientos del nuevo dueño de Metales –que en la propuesta que le ha valido el triunfo en la subasta garantiza 150 puestos de trabajo durante un año-, para ver si son ciertas sus intenciones de volver a poner en marcha esta planta o si viene –como afirmaba en su estilo "discreto" el Alcalde de Valladolid hace tres meses- para desmantelarla y llevarse la maquinaria a bajo precio.

El inglés que subió una colina pero bajó una montaña

Inconscientemente, esas ganas de adivinar el futuro me han llevado a buscar información en internet para hacerme una idea de cómo es Luis Marco Sirvent, el nuevo dueño de Metales Extruidos –hijo de aragonés y canaria exiliados en México desde la Guerra Civil-; y la sorpresa de encontrar más información relacionada con el mundo taurino que con la industria del metal ha hecho que, de repente, todo este problema de la industria (necesaria pero decreciente industria) vallisoletana se me haya cambiado de registro en la cabeza, llevándome a una estrafalaria asociación de ideas con la novela de Christopher Monger The Englishman who went up a hill but came down a mountain.

En esa novela –y en la desternillante película protagonizada por Hugh Grant, Tara Fitzgerald y Colm Meaney-, dos soldados ingleses semi-retirados llegan en 1917 a Ffynnon Garw, un pequeño pueblo de Gales, con el encargo del Gobierno del Reino Unido de actualizar y completar los mapas del país. Allí han de medir lo que los lugareños llaman "la primera montaña de Gales", que resulta ser una colina porque le faltan unos pocos pies para llegar a los mil. Ante tamaña ofensa, todo el pueblo se une –con el cura y el tabernero comecuras al frente- y logran subir desde el río hasta la cima la tierra necesaria para añadirle a la colina la altura que la convierta en montaña; mientras se consuma la hazaña, Betty de Cardiff, belleza local encargada de retener a Reginald Anson para que no se vaya del pueblo antes de volver a medirla, cumple su tarea con tal acierto que Anson se queda en Ffynon Garw para siempre.

Aunque aquí no tendría mucho sentido buscar a una Betty de Cardiff, ya que en Pucela somos poco dados a las hazañas colectivas en defensa de lo nuestro -apena leer en la entrevista que Ángel Blanco le hacía recientemente a Vicente Garrido cómo, mientras medio mundo pide piezas a Lingotes Especiales, Renault, "nuestra" Fasa del alma, no le compra una desde hace 20 años-, a lo mejor se podría encontrar en el ámbito taurino un enganche para Marco Sirvent que le haga sentirse a gusto en nuestros predios y desear sentar raíces en la villa. Pena que no hayamos llegado a tiempo de la Feria de San Pedro Regalado, habrá que esperar a la de la Virgen de San Lorenzo.

La charca de plata

Todos estos días alargo el camino de vuelta a casa dando rodeos con la bici: en ocasiones, para devolver libros a la biblioteca o sacar alguno nuevo (¡vaya!, acabo de encontrar un artículo en el que veo reflejada mi vida y mis trayectos como si me hubieran seguido con una cámara); otras veces para gozar un rato más del olor y el color de la hierba y los árboles en los jardines que bordean mi camino; y hoy, por ejemplo, para acercarme de nuevo a una pequeña charca –en realidad, pequeño charco- formada en el desnivel de una plazuela en pleno casco urbano, donde me contaron que a finales de marzo se había instalado una pareja de patos.

Ya no estaban, pero muchos días me he preguntado qué habrían visto las aves en ese trocito cutre de humedad para detener su vuelo y apañarse un habitáculo tan precario. Una tarde, fotografiándola, me pareció que el reflejo de la luz en el agua transfiguraba el casi fango en charca de plata.

Loli, Antonio y el escaño de los empresarios VIP

Y volví a recordarlo el pasado miércoles, cuando un desfile de coches de lujo tomaba posesión de las pantallas del telediario, casi a la vez que Loli y Antonio, vecinos del pueblo murciano Javalí Nuevo, evitaban, por sexta vez, ser desahuciados de su casa por la deuda a un prestamista. Los bugas despampanantes eran de los empresarios del Consejo de la Competitividad, que se reunían con Rajoy en la Moncloa. Mientras este bajaba los escalones para hacerse la foto de familia, cada milloneti se colocaba en el espacio que el protocolo le había adjudicado, escrito en el suelo o en el escaño. "Todo en su sitio, aquí no ha pasado nada", parecía querer proclamar la imagen. Pero no es cierto: sí ha pasado algo, y todos –todos menos ellos- estamos un poco más pobres. Algunos, mucho más, como Loli y Antonio.

Reunión de Rajoy con el Consejo de la Competitividad
(foto tomada de la web de Presidencia del Gobierno)
Quizás sí ha comenzado una nueva era; en la industria del metal, puede que sea la del aluminio –ojalá en Valladolid-, pero en la sociedad internacional creo que es la era de la reconstrucción de los sueños rotos, en la que, poco a poco, nos tendremos que apañar para convertir el lodazal que ha dejado la corrupción y la avaricia en un lugar más habitable, como supieron hacer dos personas que nos han dejado en los últimos meses: Adolfo Suárez, que logró transformar el charco sucio de la dictadura en un habitáculo para la democracia y la reconciliación; y Pepe Relieve, que transfiguraba casetas desvencijadas o bajeras –y a punto estuvo de lograrlo con un mercado de abastos prefabricado- con su poción mágica de libros y palabras.

jueves, 6 de marzo de 2014

Dentistas y periodistas

Intento no pensar; ignorar la sensación de que me están apresando la muela con una especie de gato de carpintero para operar en ella con esas fresas que siempre temo que acaben dándome un tajo en la lengua; en su lugar, centro mi atención en la decisión de cómo colocar mi mano derecha –nunca me planteo dónde he puesto la izquierda, ni me molesta, pero la derecha es una especie de estorbo supernumerario cuya presencia me resulta ridícula posada en cualquiera de las partes del sillón o de mi propio cuerpo-. El único consuelo es que mi dentista es diestro en su oficio y pronto me veo enjuagándome con un vaso del que percibo solo la mitad de su borde, porque el resto coincide con el trozo de boca y de cara que ha quedado suspendido en el vacío de la anestesia.

Conferencia de David Levy en el Club Internacional de Prensa de Madrid
(foto tomada de la web Celebrating Journalism
)
Ahora, apenas cuatro horas después de los hechos de marras, ya ni me acuerdo de ninguna de estas sensaciones: el rato pedaleando en la bici con el viento de frente hasta el aparcamiento, las dos horas de viaje en coche a Madrid en amena charla con sendas amigas, y los cinco minutos que llevo con todos los sentidos puestos en entender el inglés de Oxford del conferenciante David Levy han girado toda la atención de mi cerebro hacia la panorámica que este observador nos ofrece de la profesión a la que he dedicado más de media vida y que ahora, como casi siempre, se encuentra en una encrucijada compleja.

Patronos, patrones y plumillas

"Corren tiempos duros para las empresas periodísticas, pero no somos una industria agonizante", afirma Levy, y yo me dispongo a escuchar pacientemente la correspondiente dosis de estereotipos manidos. Pero me equivoco, porque el director del Reuters Institute –organismo de la Universidad de Oxford para el estudio del Periodismo- tiene esa sencillez arrolladora de los conferenciantes excepcionales, que hacen disfrutar a la audiencia mientras le endiñan una carga de profundidad compuesta por ánimos y desafíos a partes iguales.

Desde la turbia arena de los análisis sociológicos a pie de calle, el informe anual del Reuters Institute va poniendo un poco de luz y de orden a través de trece preguntas claras que han realizado a una muestra de audiencias de nueve países (seis europeos, Estados Unidos, Brasil y Japón), y de las que  empieza a extraer conclusiones -merece la pena echar un ojo al informe de Levy para juzgar por uno mismo-: la demanda del producto informativo sigue creciendo constantemente en el conjunto de los soportes (periódicos tradicionales, digitales, televisiones, radios, buscadores de noticias) y, en lo digital, desde todos los dispositivos: ordenadores, tablets y móviles. Sin embargo, hay muy poca gente que haya pagado por noticias digitales, aunque esa pequeña cantidad va creciendo tímidamente; y muchas más personas estarían dispuestas a pagar por esos contenidos en un futuro, si se les ofrece un producto de calidad (el caso del Brasil urbano es llamativo).

El desafío, concluye nuestro disertador, es entender mejor a los lectores (oyentes, telespectadores, internautas), estar presente en todos los soportes tecnológicos y flexibilizar las fórmulas de pago: quién debe pagar, cuánto, por qué contenido. Y yo me quedo tan tranquila, pensando que vale, que es cosa de los patrones –que se estrujen la materia gris los empresarios-; pero resulta que no, que en este día del patrono de los periodistas –ese chico de familia bien de la Alta Saboya que se hizo cura en secreto y se dedicaba a escribir panfletillos y repartirlos por las casas de Thonon-les-Bains para refutar las teorías calvinistas, lo que le valió algún disgustillo, como dos intentos de asesinato-, la última conclusión vuelve a depositar el peso de la responsabilidad sobre las cansadas espaldas de los plumillas que abarrotamos el Club Internacional de Prensa de Madrid; porque lo más importante para todo el negocio es lograr ese valor añadido para el contenido periodístico, por el que la gente estará dispuesta a pagar, y que tiene dos nombres: especialización y análisis profundo.

Pilar Citoler y el queso de Enid Blyton 

 Ato la bici al único canalón de la plazuela del centro comercial Las Francesas, junto al salón de té, y me dirijo rápida a ver la exposición "Personajes y miradas", de la colección Circa XX, de Pilar Citoler, para la que dispongo de poco tiempo, porque en el camino he parado dos veces a observar sendas manifestaciones -la de los preferentistas, junto al Bankia de la calle María de Molina, y la de los trabajadores de Metales Extruidos, en la calle Platerías-, ambas escasas de gente y de esperanza.

El andaluz perdido, de José Caballero, primera
obra de la colección de Pilar Citoler
(no incluida en esta exposición).
Foto tomada de la web del IES José Caballero
Le declamo mi código postal al controlador de la exposición, me dejo absorber por la mirada profunda de Kevin, un hombre negro al que retrató Pierre Gonnord, y continúo mi recorrido -en sentido contrario a las agujas del reloj, a ver si así gano tiempo- admirando fotografías de RobertMapplethorpe o de Joseph Beuys, dibujos como L'archeologo de Giorgio de Chirico y pinturas como la serie Studies of Male Back, de Francis Bacon, para terminar con la fotografía Zoo when it snows, de Maggie Cardelus; y, mientras pedaleo a toda pastilla de vuelta al trabajo, tengo el mismo desconcierto que sufría de pequeña cuando leía los libros de Enid Blyton: el placer con el que sus niños británicos merendaban queso y pan de jengibre entre aventura y aventura me hacía ir al armario de la cocina convencida de que, esta vez sí, me gustaría el queso, pero nuevamente experimentaba la decepción de comprobar que me sabía tan mal como de costumbre. Es verdad que ahora me gustan todas las clases de queso, y cuanto más fuertes mejor, pero no tengo la misma confianza en llegar a adquirir el paladar adulto para el arte contemporáneo: por mucho que lo intento, por ahora solo he logrado que me gusten las variedades más suaves, como las miradas de Gonnord o las madres de Henry Moore.

Linkedin me sugiere felicitar a mi amiga por su nuevo trabajo: desempleada en el INEM

Ha pasado más de un mes desde mi peregrinación entre el dentista y la conferencia de David Levy, pero algún engarce ha quedado en mi cerebro relacionando las profesiones de odontólogo y periodista; a ello contribuyó esa visita a la exposición de Pilar Citoler, veterana profesional del ramo que ha creado una colección de arte de valor incalculable invirtiendo lo ganado a base de empastes, limpiezas e implantes. Y es que estamos dispuestos a pagar lo que sea por que alguien nos quite un dolor insoportable y ponga nuestra boca en condiciones de comernos la vida. Sin embargo, los periodistas somos más bien como el dolor de muelas: siempre tocando las narices con lo que va mal, señalando las caries del paro y de la injusticia, las gingivitis de las chapuzas y la piorrea de la corrupción, que a punto ha estado de arruinar toda la dentadura del país –del continente, del globo- y que sigue supurando.

En el mejor de los casos, un periodista es un buen ojeador que ayuda a ver las piezas dañadas –y las sanas, no las vayan a quitar por equivocación- a los posibles dentistas sociales (políticos, economistas, jueces, educadores). Un ojeador, eso sí, que debe amoldarse a los nuevos soportes y tecnologías con inteligencia para no caer en sinsentidos de la comunicación como el que el otro día me proponía Linkedin: "felicita a Maica por su nuevo trabajo". Y yo, eufórica, pensando que había mejorado su situación, pinché en el enlace para felicitarla, y me encontré la información completa: "Maica es ahora desempleada en el INEM. Felicita a Maica".


Preferentistas junto al Bankia de María de Molina, y trabajadores de Metales
Extruidos en la calle Platerias
En estos días de lluvia y viento, mientras agarro el manillar con firmeza y me pongo de pie sobre los pedales para soportar mejor las embestidas de la ráfagas cambiantes, pienso en Maica y también en el grupo de manifestantes de Metales Extruidos, que llevan soportando desde diciembre las rachas cambiantes de las decisiones y propuestas de los administradores concursales, del juez y de las dos empresas en liza. Ojalá se resuelva con acierto esta especie de puja de última hora entre Gryphus y Extrusiones Metálicas. Y, sobre todo, ojalá cumplan lo que tan devotamente están prometiendo al juez y a los administradores concursales para hacerse con el pastel.