viernes, 25 de noviembre de 2011

Mañana de ira, llave de radios y noche de paz

Pequeñas y continuas gotas de lluvia me iban cubriendo el casco de perlas efímeras, que se deshacían y resbalaban por la punta de su visera hasta mi nariz, donde yo las soplaba por verlas saltar al ritmo del pedaleo. Otra parte del sirimiri caía sobre los surcos de mi pantalón de pana, y, a su través, me iba calando la piel y enfriando los huesos. Y, desde el carril bici, las gotas sucias de la cuneta se unían a sus compañeras paracaidistas con grandes salpicones de júbilo cada vez que mis ruedas surcaban uno de los muchos charcos del camino.

Seca y a salvo en casa, la lluvia quedó confinada al otro lado de los cristales, pero aun desde allí sentía su llamada hipnótica, que iba sembrando de melancolía mis pensamientos. Esa tarde –como me ha ocurrido casi siempre cuando llegan las lluvias del otoño- la dediqué a hacer mermelada con las últimas manzanas de la cosecha de septiembre y, a continuación, me dio por ponerme con los radios de la bici, imposible (hasta ahora) tentativa de lograr el equilibrio de las ruedas deformadas con el juego del tensa y afloja.


Equilibrio y perfección

Y es que la llave de los radios, desde que me enseñó a usarla uno de mis hermanos, siempre ha sido para mí un reto –juro, cual Escarlata O'Hara, que acabaré distinguiendo qué radios hacen par y cómo influye en el resto el aflojar o el tensar uno de ellos- y un símbolo de la vida entera de las personas y de las sociedades. Solo con la paciencia y destreza de muchos años de esfuerzo para tirar de los extremos sin fuerza y para aflojar los que corren peligro de romperse por la tensión es como han llegado a sus grandes logros las personas que esta semana han sido los protagonistas del país: los premios nacionales de literatura dramática (José Ramón Fernández), poesía (Francisca Aguirre), novela infantil y juvenil (Maite Carranza), narrativa (Marcos Giralt Torrente), historia (Isabel Burdiel) o traducción (Selma Ancira y Olivia de Miguel). La misma Alicia Alonso, mito viviente de la danza que ayer y anteayer ha estado en Valladolid, atribuye a ese mismo equilibrio, ensayado una y otra vez hasta la perfección, la sinceridad y belleza de la danza.

Pero también en las sociedades, si supiéramos –y quisiéramos- usar el completo sistema de radios y llanta (las leyes) que sostienen la rueda de las instituciones democráticas, no dejaríamos que se deformasen las relaciones entre parlamentos, gobiernos y tribunales de justicia, entre patronos y obreros, entre empresas y sindicatos, hasta provocar el surgimiento, cada cierto número de años, de generaciones indignadas que quieren barrer de la faz de cada país la basura maloliente de la corrupción, confiando en un supuesto poder catártico de las mil revoluciones que parirían personas honradas y generosas, redimidas por estructuras más humanas... para descubrir, treinta años más tarde, que también ellos han vuelto a descuidar el equilibrio y tienen la rueda tan deformada como la anterior.

El silencio del espanto y el silencio de la paz

De todas estas consideraciones me sacó el lunes la llegada de una compañera que se había encontrado, en el camino hacia el trabajo, con la policía tapando el cadáver del hombre asesinado en la calle Nicasio Pérez. El sinsentido de una muerte violenta, la rabia y la impotencia de saber que es irreversible, que nadie, por mucho poder que tenga, es capaz de devolver la vida a esa persona para que pueda volver a entrar en su coche y retomar su vida de esa mañana y regresar a la tarde con su familia, deja en suspenso muchos mecanismos de la cabeza y del corazón, paralizados por un espanto que tiñe todo lo que me encuentro: en la galería Caracol, entre las ciudades de soledad y ruina de Gaspar Francés, y desde un cuadro diminuto, cuatro turbinas eólicas muestran sus aspas afiladas como siniestra amenaza que se extiende por nuestros campos. Y en cada uno de los retratos de Ostern en la exposición "Oval" solo veo el ojo de una persona, pidiendo auxilio para ser rescatada de sucumbir engullida por un amasijo de escombros uniformes de color ocre que le roban el alma. Sin embargo, la música de John Cage que acompaña la exposición –mientras la visito suena "But what about the noise...?"- me anuncia, con su extraña mezcla de ruidos y calma, la reacción de mi instinto de supervivencia (¿y de olvido?).

Foto de Ostern en el folleto de la exposición "Oval"
Así fue. El martes, volviendo a casa ya muy de noche (eran solo las nueve), después de un largo día de lluvia y trabajo, tomó posesión del carril bici un silencio húmedo y blando que absorbía el ruido de los coches, el humo de sus tubos de escape y todo rastro de actividad. Hubiera querido que mi casa estuviera a treinta kilómetros –y no a cinco- de mi trabajo, para seguir impregnándome de la paz que transía la oscuridad.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho la metáfora de los radios de la bici con las relaciones sociales, me resulta acertadísima. Un saludo

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  2. Rosa, muchas gracias por tu comentario. Estas navidades he podido experimentar la importancia de esa llave de los radios. A pesar de ser una familia tan grande, creo que todo el mundo los había ajustado bastante bien y se ha notado. Ha sido fantástico. Sólo faltó salir a ver las estrellas la noche del 24. El año que viene hay que decirle a Arturo que lleve el telescopio.

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